Tribuna

José joaquín castellón martín

Delegado de Migraciones de la Diócesis de Sevilla

¿Otro invierno sin refugio?

Hemos abandonado en unas condiciones de vida muy precarias a más de 15.000 personas, entre las que hay ancianos, mujeres y niños

¿Otro invierno sin refugio? ¿Otro invierno sin refugio?

¿Otro invierno sin refugio? / rosell

El 26 de septiembre pasado se cumplió el plazo que los gobiernos europeos se dieron para acoger a los refugiados del conflicto provocado por el mal llamado Estado Islámico. Mal llamada "estado" una organización que hace uso cruel y exhibicionista de violencia más extrema; mal llamada "islámica" porque el mayor número de sus víctimas son personas, precisamente, de esa religión. Mucho tiempo se dieron los gobiernos europeos ante la perentoriedad de las necesidades de los refugiados, que pasaron los rigores del pasado invierno en condiciones inhumanas, que han atravesado el calor de agosto también con el sólo refugio de unos toldos de lona. Pues bien, el Gobierno de nuestro país no ha acogido ni el 14% de los refugiados que se comprometió. De los 17.337 refugiados que asumió en un cupo compartido con los otros estados de Europa, han sido acogidos sólo alrededor de 2.000. Es decir, que hemos abandonado en unas condiciones de vida muy precarias a más de 15.000 personas, entre las que hay ancianos, mujeres y niños. Y digo "hemos", en primera persona del plural, porque si la sociedad española hubiera pedido con más fuerza la acogida de los refugiados, ya estarían aquí.

La comunidad cristiana también es responsable del abandono de esas personas, cuyo único delito ha sido huir del odio irracional y de la destrucción de la guerra. Es cierto que del seno de la Iglesia surgen numerosas iniciativas de acogida, de promoción y de integración de los inmigrantes, pero no es la mentalidad mayoritaria. Al contrario, muchos de los feligreses de nuestras parroquias comparten ideas peyorativas hacia los inmigrantes, a los que se les hace responsables de los retrasos en las listas de la sanidad, de la escasez de las prestaciones sociales, sospechosos de delincuencia y terrorismo. En una sociedad que ve al inmigrante como una amenaza, no es extraño que la excusa del Gobierno, de que no acoger a más refugiados se debe a que ya entran en España muchos inmigrantes por las fronteras de Ceuta y Melilla, sea asimilada sin problema, cuando la mayoría de los inmigrantes que cruzan esas fronteras siguen su éxodo hacia Inglaterra, Francia y Alemania. La Conferencia Episcopal Española hace unos meses valoró la posibilidad de concertar con el Gobierno un corredor humanitario como el que la Comunidad de San Egidio había conseguido concertar con el Gobierno italiano, pero este procedimiento, cuidadoso y exigente, tampoco fue aceptado. Y la mayoría de la comunidad cristiana ni siquiera estuvo informada; de esto somos responsables, más que nadie, los pastores.

Cuando hay que repetir obviedades es que mal anda la conciencia social: acoger a los refugiados de la guerra del Daesh es un deber humanitario básico. Ninguna sociedad puede llamarse justa o solidaria si hace oídos sordos al sufrimiento de estas personas. Máxime cuando ya se tomó un compromiso en solidaridad con otros países de Europa; máxime cuando el número de personas que España se comprometió a acoger es reducido. Si nuestro país no acoge a los refugiados a los que se comprometió, esta omisión pesará en el "debe" de la calidad humanitaria de nuestra sociedad.

No discutiré con quienes argumentan que la llegada de inmigrantes pobres a nuestro país añade problemas sociales. Hay otras circunstancias que pesan más en las carencias que presenta nuestra protección social, y no se airean tanto. Pero esta será, en todo caso, la compensación que hemos de pagar por la enorme desigualdad que los mecanismos de la economía internacional han provocado en el mundo. La pobreza lacerante que cercena las posibilidades de desarrollo y vida de los jóvenes de los países subsaharianos hace imparable el flujo migratorio. Y que es tanto más injusto cuando es forzado por la situación de subdesarrollo, pobreza y explotación que viven en sus países. Pretender levantar muros infranqueables para preservarnos de situaciones de pobreza que han provocado procesos económicos de los que nosotros nos hemos beneficiados, es profundamente injusto, no meramente insolidario.

La comunidad cristiana, desde los pastores hasta los fieles, hemos de estar en la vanguardia de la defensa de los derechos de los inmigrantes pobres. La Biblia, la Doctrina social de la Iglesia y el magisterio y el testimonio del Papa Francisco no dejan lugar a dudas tibias y cobardes ante las exigencias de la verdadera caridad cristiana de atención a los refugiados. ¿Consentirá nuestra conciencia cristiana que pasen otro invierno a la intemperie sin que hagamos nada?

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