Tribuna

Manuel Peñalver

Catedrático de Lengua Española de la Universidad

El llanto de Almería y el de España entera

De ahí la universalidad de unos sentimientos proverbiales, que, mirando a los cielos, autografían la voz de ruiseñor de Gabriel en el corazón de sus padres

El llanto de Almería y el de España entera El llanto de Almería y el de España entera

El llanto de Almería y el de España entera

En momentos tan difíciles como los vividos por la desaparición del niño de ocho años, Gabriel Cruz, amanecía el verde lienzo de la esperanza. Porque con la esperanza de encontrarlo vivían sus padres, Ángel David y Patricia, en aquellos días de tristeza, abatimiento y angustia. Almería, Andalucía y España entera consideran ya como un hijo predilecto a Gabriel, quien es, en primer lugar, el dilecto y bendito hijo de Ángel y Patricia, pero, por la intensidad del sentimiento vivido, también de todos. En este tiempo, en el que las horas huían al otro lado del alba, sin ver la luz que enciende un verso juanramoniano a la luna clara, todos hemos formado una sola familia. A la espera siempre de la buena nueva, que nos devolviera la sonrisa, la simpatía, la inteligencia, la alegría y el sueño de ser biólogo marino de un niño, el cual ya es universal e inmortal con su nombre y apellidos: Gabriel Cruz Ramírez; esculpidos entre lágrimas manriqueñas, lorquianas, hernandianas y nerudianas, con la remembranza del llanto hecho mar de Alfonso Reyes, que nunca olvidamos.

Los discursos de Patricia, heroína, como Penélope, y Ángel, héroe, como Odiseo, en la Puerta de Purchena, con Almería, España y el mundo como testigos, han sido la literatura y la filosofía que sabíamos que existían, pero que, hasta ahora, no habíamos descubierto. Porque literatura y filosofía son las frases que salen del alma con emoción y sinceridad tan puras para ser la blanca flor que torna, al fin, al camino de la esperanza en su eterno resplandor. De ahí, la universalidad de unos sentimientos proverbiales, que, mirando a los cielos, autografían la voz de ruiseñor de Gabriel en el corazón de sus padres. Una melodía hermosísima como la música de Mozart o de Mahler, diciéndole al destino que Gabriel siempre será vida, como vida son las verdes ramas del viejo olivo, que protege la diosa Atenea. Jorge Manrique, Juan Ramón, Lorca, Altolaguirre, Miguel Hernández, Neruda. Y Gabriel. Y Patricia. Y Ángel. Y Almería. Y Andalucía. Y España. Y el mundo entero. En esa cita con el amor y la libertad, que nuestro entrañable pescaíto, ahora nadando en el azul intenso de los cielos, quiere para la Humanidad; la cual cincela su nombre de arcángel como los llantos que se anclan en el corazón.

¡Resucite el homenaje de los siglos y de los años, de la poesía y de la pintura, de la música y de las artes, de las ciencias y de las letras! Para eternizar la memoria de un niño feliz, inocente y risueño, a quien una mano atroz, alevosa, abominable, felona, criminal, macabra y asesina segó la vida el veintisiete de febrero. Los sueños de Gabriel, en su dulce blancor, eran la métrica que el viejo Mediterráneo hacía resplandecer en la brisa de los días, con el sol iluminando su precioso color. «El árbol de tu nombre ha florecido / en una incalculable primavera», metrificaba en la expresiva belleza del endecasílabo Manuel Altolaguirre. Como si en aquel tiempo hubiera ya intuido que Gabriel Cruz Ramírez nacería muchos años después, para hacerse inmortal, en un diálogo; cristalino como una fuente bajo el sol del estío. Las acuarelas del pintor murciano Pedro Cano, representando veinticuatro tipos de peces en el museo del teatro romano de Cartagena, son, así, un símbolo luminoso entre las lágrimas que caen del cielo. «¡Que no quiero verla! /Que mi recuerdo se quema // ¡Avisad a los jazmines con su blancura pequeña! ¡Que no quiero verla!», inmortalizó Lorca, como la luna blanqueada de Machado inmortaliza a Gabriel Cruz con la lucencia que regresa con el sollozo del atardecer en el pincel de Murillo.

Miguel Hernández escribió una elegía a Lorca y otra, a Ramón Sijé; Lorca, a Ignacio Sánchez Mejías; Jorge Manrique, a su padre; Borges, a un recuerdo imposible. Y Almería, Andalucía y España entera, al niño Gabriel, el glorioso pescaíto: la voz, que, en el lírico panegírico de su madre, es el poema más hermoso de cuantos hayamos leído; el cual se hace metáfora albertiana como los heptasílabos del alba entregados a una canción de Gardel. No hay preguntas, ni respuestas. Es la armonía del silencio. Suena el piano de Chopin o, quizá, el de Franz Liszt. «El arte de la música es el que más cerca se halla de las lágrimas y los recuerdos», dijo Oscar Wilde con la verdad que llega y fluye. En la memoria siempre permanecerán estampadas Las cuatro estaciones de Antonio Lucio Vivaldi. Y Gabriel Cruz Ramírez. Con el himno a la vida, sonando como la cítara de Apolo y la lira de Orfeo. En esos instantes manriqueños, que vierten su níveo soñar. Recordándonos lo que versificó Lord Byron: Lo que yo quiero, lo que solo pido es una lágrima.

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