Tribuna

José Mª Requena Company

Abogado

La locura nacionalista

Y tal vez explique algo de la deriva catalana, si se la analiza como una mistificación enfermiza, por irracional y primaria. Una pulsión a domesticar igual que se hace con la pulsión sexual, la gula o la ira

La locura nacionalista La locura nacionalista

La locura nacionalista

Ante la actitud, afiebrada, de ese gremio político que viene clamando contra cualquier razón democrática y toda sensatez económica, histórica y social, por la implantación de un nacionalismo decimonónico y rancio en Cataluña, habría que empezar a tratarlo como lo que quizá sea: un colectivo mentalmente enfermo y con riesgo contaminante. Y acaso así se halle remedio a su histeria, aunque no sé si será por purgación psiquiátrica, sociológica, judicial o mediática: quizá con un poquito de cada una de ellas. Porque no es verdad que estemos condenados a soportar ad eternum estas crisis nacionalistas. Al menos si los responsables de procurarnos paz y bienestar, aplican remedios inteligentes tras analiza la etiología de ese delirio tribal que nos satura desde que surgió en el contexto de la revolución industrial y la sociedad de masas, cuya psicología patológica, por la alteración que producía en las mentes individuales cuando se agrupaban en masa, llamó la atención, hace más de un siglo, de estudiosos como G. Le Bon, Freud, Ortega y otros.

Le Bon, ya en 1895, ("Psicología de las masas", Ed. Morata) vislumbró que la humanidad había entrado en la era de las masas, unas masas a las que, auguraba, o se las conoce o te devoran, porque la razón no puede competir con los sentimientos; y porque todo colectivo emocional y apegado a símbolos simplistas, adquiere características nuevas y diferentes a las de cada uno de los individuos que la componen, cuya personalidad consciente se diluye entre los mismos sentimientos e ideas que las que rigen en el resto del grupo. Al punto de que cuando un hombre entra en estado de masa, aunque sea alguien culto, desciende varios peldaños en la escala de la civilización y tiende a la igualación mental con el resto de la masa. Pero es una igualación primitiva, o sea, con la espontaneidad, la violencia, la ferocidad, y también el entusiasmo y los heroísmos de los seres primitivos.

Aunque Le Bon como luego Ortega, no pasaron de la sintomatología de la masa al carecer de las técnicas que hoy sí tiene la ciencia neurológica para ahondar en las raíces del cerebro humano, ese órgano especializado en construirnos un mundo tan propio como irreal. Al menos así lo certifica el neurocientífico D. Eagleman, profesor de la Universidad de Stanford, quien en su reciente publicación "El Cerebro" (Anagrama 2017), dedica un capítulo muy ilustrativo al síndrome de la ceguera colectiva que tantas tragedias y sangre nos han acarreado. Un trastorno que deriva de un instinto positivo (la eusociedad) que ayuda a cada sujeto a conectar con su entorno, familia o tribu, proporcionando ventajas para la supervivencia de la especie. Aunque a la vez ese instinto tenga un lado oscuro y tienda a rechazar todo lo que no pertenezca a su grupo. Una disfunción cerebral de repulsa que brota en ciertas situaciones de propaganda y masificación en las que la gente modifica su función cerebral normal y asume otro tipo de comportamiento no empático, sino de hostilidad, a menudo violenta, fruto de una reacción emocional y de hiperexcitación colectiva. Que provoca una sensación de euforia que justifica actos de rebeldía o de reiterada violencia, cegado por su contagio grupal: "es como un virus que se propaga colectivamente", dice el neurólogo. Un virus además embaucador y nada fácil de detectar, ya que no afecta al resto de funciones cerebrales, como el lenguaje, la memoria o la capacidad profesional, que permanecen intactas, porque no daña todo el cerebro, sino solo a las partes relacionadas con la emoción y la empatía, zonas que sufren como una especie de cortocircuito que bloquea e impide a las neuronas empáticas participar en el proceso de toma de decisiones.

La conexión de tales trastornos mentales con los arrebatos grupales, es evidente: nuestros cerebros pueden ser capciosamente manipulados por programas políticos, religiosos o cualquier otro fundamentalismo, para deshumanizar a un colectivo y despertar su lado más oscuro al entrar sus emociones neuronales en modo masa. Bien lo supo Goebbels. Y tal vez explique algo de la deriva catalana, si se la analiza como una mistificación enfermiza, por irracional y primaria. Una pulsión a domesticar igual que se hace con la pulsión sexual, la gula o la ira, a través de una educación socializada que enseñe a razonar la historia (no manipulada) y los valores de la humanidad democrática y tolerante, que tanta sangre y millones de muertes nos han costado concretar en una Constitución común.

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