En cada lágrima

Azul de vidrio templado

  • Las primeras horas de la tarde y su atardecida, y posterior noche son las del agotamiento

El paso de misterio de la Sagrada Mortaja.

El paso de misterio de la Sagrada Mortaja. / Victoria Hidalgo

El Viernes Santo parece el agotamiento de las palabras. En ese momento definitivo de la entrega radical del Hijo en la voluntad del Padre parece que nos encontramos en la frontera creyente ante la perspectiva del silencio.

En estas palabras entregadas por el Hijo -en la hora de la glorificación del Siervo de Dios en la Cruz- no solo está en juego la coherencia de la vida de Jesús sino el de toda la vida humana. ¿Quedaron todas las palabras clavadas con Él en esta hora y en esta tarde?

Somos nosotros los que continuamos ese diálogo de Dios con la historia

Estas siete últimas palabras continúan actuando entre nosotros. Fueron acogidas y transmitidas. Nuestra fe, que es pascual -o sea, una fe de la vida sobre la muerte- significa que el silencio del sepulcro quedó roto para siempre y que estas palabras no fueron las últimas. Somos nosotros los que continuamos ese diálogo de Dios con la historia, también con nuestra historia personal. Con sus certezas e incertidumbres. Con sus búsquedas y respuestas.

También las primeras horas de la tarde del Viernes Santo y su atardecida y posterior noche son la del agotamiento. Agotados los cuerpos, rotos en emociones que de una Esperanza a otra han desbordado el dique de devociones de la ciudad. Guardado ya el Señor por San Lorenzo y su barrio. Sellados en su silencio los sagrarios conventuales y aquellos otros sagrarios pobres, especialmente cuidados para la tarde del Monumento. Quietud en esta tarde definitiva. Caminamos como náufragos de la Pascua, buscando el altozano. Que nos alivie su mirada expirante de la quietud de los templos vacíos. Todo consumado y todo vuelto a nacer.

Este Jesús expirante que nos viene a la tarde como árbol de reconciliación desde la antigua ermita del Patrocinio, también dio la vida en el extremo de la ciudad. De su mano vienen los humildes y los que se han vaciado de todo, excepto de poner su confianza en el Dios de los últimos.

Cuando su rostro expirante en la tarde llegue al centro de todas las cosas y de la ciudad. Cuando se nos venga encima, abrumadoramente, su figura de clamor sordo. Cuando los malvas del atardecer del Viernes apaguen los últimos brillos de este Sol de Dios de la calle Castilla, sabremos cómo es su verdadero rostro. Su mirada al Padre -que canta la gloria de Dios- nos compromete a poner una palabra de perdón.

Ha llegado la hora de la gloria y del silencio. Silencio que romperá su Resurrección. Dios quiere que siempre esperemos su palabra. Al pronunciar la séptima palabra, este rostro único desembocará en la mañana de Pascua. Su expiración, es anuncio y fin, frontera y nacimiento. Y después, descansa en nosotros. En el transcurso de la Palabra en la cruz, Jesús se ha venido dirigiendo al del nosotros en una creciente intimidad. Como un rey, como un hermano y como un mendigo.

Comprendimos en ese momento, en la primera hora de la noche del Viernes, con nuestras soledades, lo cerca que estábamos de la ofrenda de la propia vida y lo lejanos de volver a esperarla.

Y volvimos por el rumor de un sonido, un color o un sabor, a seguirla esperando, lo que más nos conmueve y lo que más nos destierra de la tierra prometida. De una Semana Santa que, ahora sí, comienza a despedirse. El sabor de la miel volvía a nuestro paladar seco. Como la magdalena de Proust le trajo todo el tiempo perdido que buscaba. Todo se ha agotado para que todo tenga sentido.

Y retendremos entre las manos la cofradía romántica de La O. Bellísima estampa antigua del Nazareno hecho al peso de la Cruz, Cordero abrumado por ella. El canasto alto en tarde de ruán y azules terciopelo de San Isidoro. Cofradía hecha a la collación y a la solera que la custodia. El desbordamiento barroquizante de la Carretería, gloria antigua del arenal. Zancos, canasto, hojarasca, cuerdas entrelazadas y Misterio. Soledad franciscana que se va despidiendo por Molviedro. "Te lo prometo, estarás conmigo en el paraíso", desde el compás de San Pablo. Bellísima Magdalena para un imponente crucificado que, literalmente, querría salir de la cruz para abrazar al alejado. Terminamos, solos con nuestro presente, nuestra ofrenda y nuestra memoria, en Bustos Tavera. Esperando el largo cortejo del entierro de Cristo que lo anuncia y que se intuye -esquila, crepitar del resplandor de los ciriales en los muros de cal- antes de que nos arrobe y nos conmueva el misterio de su Sagrada Mortaja. Faroles de vidrio templado de respeto. Tamizados pero no apagados. La luz está en el interior. Como todo lo que hemos vivido.

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