En cada lágrima

Figuras sin paisaje

Ausentes del diálogo sacro del que formaron parte, son una buena metáfora del estado actual de nuestra Semana Santa. Extraña a ella misma. Las figuras secundarias, despojadas del calor del paso y de las miradas. Guardadas, olvidadas. Hubo un tiempo en que las cuidaron. Hubo un tiempo en que se reconocía su mérito artístico para formar parte de la escena evangélica. Ahora han sido hurtadas de nuestra visión y de nuestros recuerdos.

Son como estos nazarenos desvestidos de sus túnicas que se venden en cualquier cambalache. Figuras sin paisaje. Sin el paisaje sentimental que otorgaba raíz y calidez humana, de generaciones encadenadas en la secuencia de la vida. Figuras sin el paisaje de la memoria, expuestas a la intemperie de la inmediatez y de lo mediático. Sin el temor y temblor de lo religioso, para lo que nacieron. Lo esencial que pervive en la religiosidad popular lo es a pesar de ella misma y de lo que ella misma ofrece en ese juego de espejos cóncavos, perdida la medida y distorsionada la belleza que –en otro tiempo– fue perfecta. Cuando la fiesta religiosa es descarnada de su sentido de trascendencia, deberíamos preocuparnos de la expresión de sus formas.

En la secuencia final de El último emperador de Bertolucci, un niño juguetea con un pequeño saltamontes, hilo conductor de la voz milenaria que atraviesa la épica de la película. El insecto, eco de la naturaleza antigua que pervive, juguetea ajeno en el salón del trono imperial. Un ruidito molesto de máquinas, flashes, irrumpe y una turbamulta turística arrasa con griterío en el espacio habitado por el silencio. Apresuradamente, devoran segundos de historia, mal fotografían todo, posan y se van. Queda solo el testigo vacío del monumento. Cuando lo esencial es devorado, mal digerido. Expulsado al territorio de lo instantáneo lo que fuera memoria y emoción popular. Figuras expuestas fuera de su paisaje.

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