Crónicas desde la Ciudad

Miguel el Vaca (I)

  • Barra fija. A Miguel -un artista frustrado- le gustaba un vasico de vino (o dos, o tres, los que se terciaran) y una “palomita” de anís bien temprano. Casi siempre invitado por amigos rumbosos

Miguel el Vaca (I)

Miguel el Vaca (I) / Antonio Moreno

Cualquier galería humana que se precie confía en la cronología como metodología de trabajo. Por tal motivo, les invito a que continúen instalados en el tercio final del siglo decimonónico. Al fin y al cabo, como cantaba el tango de Gardel cien años (o algunos más) no son nada. Y dado que la trayectoria de nuestro personaje abarca un dilatado espacio de tiempo, fijamos aleatoriamente enero de 1870 como fecha de inicio.

Miguel el Vaca (1) Miguel el Vaca (1)

Miguel el Vaca (1) / Antonio Moreno (Almería)

No seré yo quien ponga la mano en el fuego afirmando que Miguel Vaca y Vaca (percátense que intercalo la conjunción “y” al igual que en los apellidos mayestáticos) fuese un séneca al uso, pero tampoco un cipote rematao. Un tanto simplón sí, para que engañarnos, aunque ello no fue óbice para que justificadamente presumiera de honradez a carta cabal y de trabajador como pocos: Oiga, desde zagalillo a eso no hay quien me gane en Almería, proclamaba con justificado orgullo. Y popular, añado yo. En su época no se estilaba confeccionar listas de personajes del año, pero si a la gente del pueblo llano le hubiesen convocado a votar, seguro estoy que Miguel habría copado los primeros puestos del escalafón de famosos. Y no era para menos. No existía ni un palmo de la ciudad, desde el casco histórico hasta el ensanche de la Rambla poblada de moreras, que no reconociese como el pasillo de su casa. De sus andurreos inaplazables le tenía cogido el tranquillo al callejero: Hola Vaca, hasta luego Vaca, me alegro de saludarte Vaca… Cualquier forastero despistado -los de aquí, imposible- pensaría que era la madre de toda la cabaña bovina española, brava y mansa.

Su currículum laboral es extenso: lotero, recadero de café, sereno, cartelista, botones…

Ni guapo ni feo, del montón

Nuevamente ignoro el domicilio, inclinación sexual y filiación completa del inquilino. Aunque el lugar en el que nació -llámese Barrio Alto, Quemadero, Almadrabillas o Almedina- forzosamente tuvo que ser modesto, como humilde sería el origen familiar y ambiente en el que creció. Sin embargo, no estoy muy seguro de los anterior ya que hace tiempo leí en una hoja amarillenta el párrafo que transcribo: “A su llegada a Almería trabó conocimiento con aquel zapatero de viejo llamado Napoleón, que tenía su establecimiento en la barraca de la Glorieta (plaza San Pedro actual) y con quien convivió íntimamente”.

Disquisiciones al margen, y antes de que se me vaya el santo al cielo, es obligado describir siquiera someramente al interfecto: bonachón e ingenuo (no insistiré en el tema), de mediana edad y no alta estatura, pelo escaso, patillas largas y descuidadas, bigote poblado y a su libre albedrio, atuendo pobremente aseado, sombrero estilo higo prensado, alpargatas de cintas y sempiterna bufanda enrollada al cuello, hiciese frío o calor. Ni guapo ni feo, del montón para abajo. Le gustaba un vasico de vino (o los que se terciaran) y una “paloma” de anís bien temprano. Soltero y sin compromiso, de sus escarceos amorosos nada sabemos. Además la inclinación de cada cual pertenece a su intimidad. Algo que en definitiva ni nos va ni nos viene, ni a ustedes o a mí.

Con frecuencia le inquirían sobre su apodo, presumiblemente por verle cabreado: ¿Por qué te llaman Vaca?, a lo que invariablemente contestaba, hurgándose el bigote: Puede que por mi afición a las corridas de toros, porque a mi madre (q.p.d.) ya se lo decían o ¡joé! porque hay mucho borde amigo de ponerle motes al prójimo… No dejaba de tener razón el buen hombre ya que en el solar de nuestros desvelos somo muy dados (además de a la envidia y malquerer al prójimo) a colgar sambenitos , graciosos los menos y con mala leche los más. Pero a él casi le daba igual, le resbalaba… Sí, sí, a mi plim: dame pan y dime tonto, rumiaba por lo baijinis mientras proseguía en sus tareas habituales.

El acreditado Café Universal, en el Paseo y vecino del Mercado Central, era su feudo

Trabajador a machamartillo

Desempeñó tareas variopintas, siempre en el “sector servicios”. Lo mismo valía para un roto que un descosido. Si lo dudan, repasen el abanico laboral, como para gasta un tóner en el currículum: botones, recadero, lotero, sereno y ejecutivo publicitario: eufemismo por repartidor de folletos, propaganda y cartelería anunciadora de todo tipo de espectáculos. Recuerdan la frase grabada en las fachadas de las iglesias?: “Prohibido pegar carteles, esta es la casa de Dios”. Pues bien, Miguel, que siendo analfabeto sabía el tenor de lo escrito, las contemplaba como el que oye llover: Los curas que se metan en sus cosas…

Dicho lo que antecede, debemos precisar que sus gustos artísticos iban por otros derroteros; aficiones de las que oportunamente daré cuenta. De sus andaduras moceriles podía dar cuenta Antonio Navarro, propietario del Café Universal. El decimonónico centro de diversión sucedió al teatro Las Delicias y antecedió al Café Nuevo (después café-cantante Lión d´ Or), en el primitivo emplazamiento de la actual calle Aguilar Campóo, junto al Mercado Central. Por aquellas calendas se conocía por prolongación de c/. Castelar. Se la dedicaron a uno de los dos Comisarios Regios responsables del encauzamiento de la Rambla tras la trágica riada sufrida en septiembre de 1891. El Mercado (La Plaza) tampoco existía.

Desde que abrió sus puertas, el Universal gozó de dos ambientes bien diferenciados: por la tarde, meriendas elegantes sustanciadas en cafés importados de excelente calidad, licores, tés y pastas. Y a la noche ¡ay, las noches! El espectáculo frívolo, excitante y desenfadado no exento de calidad: Can can, boleras, flamenco, guitarras, bandurrias y un piano desvencijado; sainetes, tonadillas y dramones (Miguel “moría” escuchando recitar el Tenorio de Zorrilla), palmas y algarabía, alcohol y humo de tabaco… Es decir, un café cantante en toda regla, en competencia directa con el Casino Almeriense, en plaza Virgen del Mar, y del cercano y otrora elitista teatro Principal, reconvertido en escenario de varietés. En ambas sesiones El Vaca ejercía de eficiente recadero -tontobotones proclamaban los maledicentes malafollás que nunca faltan-. Lo mismo le acercaba a la damisela en edad de merecer un pomo de sales para los vahídos y sofocos que agua fresquita o una copa de coñac al galante caballero que la atendía. Eso cuando no facilitaba a unos y a otros útiles para escribir cartas que luego depositaba en el buzón de la calle Cádiz, en casa de Juan Soldado, encargado de la correspondencia a Granada con anterioridad al normalizado servicio de Correos.

¡Cerillas, llevo cerillas a perra chica, hay decimos y participaciones de lotería… A Miguel debieron echarle mal de ojo ya que en su puñetera vida repartió un premio medianamente decente. Lo sorprendente es que no se la compraran al ciego de la calle Rostrico; administración que repartió el Gordo en Almeria dos décadas más adelante. Pronto comprobó que las propinas del Universal y las esporádicas chapuzas no alcanzaban más allá que para ir tirando de mala manera (aclaro que no era empleado fijo de la casa, y en cuanto a los convenios y otros derechos laborales… ¡largo me lo fiais!). Desconocía a Marx y Hegel pero en sus cortas luces era capaz de reflexiones que dejamos para el próximo domingo.

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