Almería

La sentencia de La Manada

  • El problema radica en cómo una sociedad puede llegar a tener tan graves deficiencias a la hora de entender el funcionamiento de algo tan sencillo como el consentimiento en una relación sexual

Hoy por primera vez en mis años de profesión he sentido vergüenza de mi oficio. Después de una corta mañana celebrando juicios, he salido de los Juzgados poco después de la una de la tarde; inmediatamente he sacado el teléfono móvil y he seguido con gran interés, igual que otras muchas personas, especialmente juristas, la audiencia pública en la que iba a darse lectura a una de las Sentencias más esperadas del último año. La puesta en escena que debía poner punto y final -o, al menos, punto y aparte, en espera de eventuales recursos- al procedimiento dirigido contra los miembros de la infame "Manada" prometía una final digno, que al menos justificase la inacabable espera tras la celebración del juicio, pero el acto tuvo la anticlimática conclusión que todos conocemos: no hubo violación, únicamente abuso sexual.

En cuanto pude echar mano a la Sentencia, empecé a leer los hechos probados de la misma con avidez, puesto que no podía llegar a comprender qué redacción podían haber utilizado los Ilustres Magistrados que emitieron el Fallo para llegar a la conclusión de que existía un abuso sexual sobre la víctima, es decir, una relación sexual no consentida, sin que hubiese mediado la violencia o la intimidación que convertiría la conducta en una violación, ya que parecía imposible que el relato de hecho contenido en los escritos de acusación pudiera responder a un acción cometida sin violencia o intimidación sobre la víctima. Mi sorpresa fue mayor si cabe cuando me di cuenta de que la Sentencia recogía como probados lo que no era sino una situación clara y patente de intimidación sobre la víctima, explicando pormenorizadamente cómo la voluntad de ésta quedó anulada a través de las acciones conjuntas de los acusados. No comprendía nada y seguí sin hacerlo a pesar de leer la fundamentación jurídica en la que se pretendía explicar por qué una conducta claramente intimidatoria no lo era a juicio de Sus Señorías.

Por primera vez en mis años de profesión he sentido vergüenza de mi profesión

Mi ánimo, ya de por sí frágil en ese momento, fue rematado con el voto particular emitido por uno de los Magistrados. Lejos de disentir de sus colegas en cuanto a la calificación por abusos en lugar de agresión, tal y como esperaba cuando vi este largo y detallado voto dispar, el autor del mismo explicaba cómo, a su parecer, existía un error en el conocimiento de los acusados acerca de la situación vivida por la víctima, pudiendo llegar a confundir con un consentimiento libremente prestado las claras e inequívocas señales de terror y resistencia que emitía ésta -por supuesto éstas son mis palabras, no las del Juzgador- y que, por tanto, no cabía sino absolver a los acusados en tanto que su comportamiento había sido simplemente imprudente.

No quiero extenderme acerca de las posibles contradicciones o errores jurídicos de los que adolece la resolución en cuestión por dos razones: primero, porque hay más y mejores juristas que podrán hablar largo y tendido al respecto; segundo, porque esto no es una cuestión jurídica, sino que es una cuestión idiosincrática. El problema radica en cómo una sociedad como la nuestra puede llegar a tener tan graves y profundas deficiencias a la hora de entender el funcionamiento de algo tan aparentemente sencillo como el consentimiento en una relación sexual o la simple diferenciación entre una situación de intimidación o la prestación de un consentimiento tácito, expresión esta última que, por cierto, tiende a utilizarse para disfrazar la ausencia del mismo. La Administración de Justicia está compuesta por mujeres y hombres que no viven en otro lugar desconectado de la realidad social, sino que gozan de la misma perspectiva que el resto de los ciudadanos respecto de los valores y libertades de nuestra sociedad, y tratan de aplicar de forma objetiva y neutral un sistema jurídico pensado para regir esa sociedad, tratando que dicha aplicación se adapte lo máximo posible al pulso que rige ésta. La Justicia no es impartida por autómatas: esa es su mayor virtud y su principal defecto.

La razón de escribir estas líneas no es otra que intentar poner de manifiesto esta última verdad que, me temo, está siendo solamente inculcada desde su vertiente negativa -la Justicia es retrógrada, la Justicia es machista, la Justicia es clasista- mientras que nunca se defiende su lado positivo. Las personas que nos dedicamos a la Administración de Justicia adolecemos de los defectos que tiene nuestra sociedad, sin duda, pero también compartimos sus múltiples virtudes y no nos quedamos atrás cuando el pensamiento evoluciona, las ideas avanzan y nuestras perspectivas se expanden.

Hoy he sentido vergüenza y rabia, pero he podido observar que no estaba solo. Somos muchas las personas que hoy han apretado los puños y los dientes ante algo que hemos sentido como una verdadera injusticia. Mujeres y hombres que eligieron su profesión porque creían por encima de todo en que sólo una sociedad donde no haya justicia está condenada a su desaparición. Trabajadores incansables que, a pesar de luchar contra una escasez alarmante de medios, no elegirían estar en ningún otro sitio -alguna vez quizás sí, aunque sea durante un rato- porque saben que con su labor marcan la diferencia. Mujeres y hombres que, en definitiva, dedican su vida a la justicia y, mejor que nadie, saben que la misma no existe sin que hay igualdad y, en consecuencia, sin feminismo.

Y sí, amigos, cuando el mensaje que se está lanzando día tras día de forma implícita es que la Administración de Justicia es incapaz de proteger o resarcir a aquellas mujeres que sufren cualquier tipo de agresión machista, ya se lleve a cabo ésta por persona conocida o desconocida, o de que ni siquiera es capaz de castigar proporcionalmente a los criminales que las perpetran, estamos ante un problema que atañe directamente al feminismo y, por tanto, a la justicia. Por eso, un día tan triste como hoy para toda aquella persona que crea en nuestro sistema de valores -justicia, igualdad, libertad-, es cuando creo que nosotros, aquellos que formamos parte de la Justicia de este país, hemos de dar un paso al frente y elevar nuestra voz para haceros ver que aún se puede confiar en nosotros, que merece la pena denunciar, que cada año miles de condenas avalan nuestro compromiso para erradicar la violencia machista, que sabemos algo tan aparentemente sencillo como diferenciar a víctima y a delincuente, que la situación tiene que cambiar y, es algo imparable, la vamos a cambiar.

La desconfianza en la Administración de Justicia está creciendo últimamente hasta niveles alarmantes y lo ocurrido hoy sólo supone un ladrillo más en el muro, pero por eso creo importante lanzar alto y claro este mensaje: en el día de hoy Abogados, Auxilios, Fiscales, Forenses, Gestores, Jueces, Letrados de la Administración de Justicia, Policía Judicial, Procuradores, Tramitadores y demás personas que trabajan directa o indirectamente para la Administración -y, creedme, en mayor número del que podéis atreveros a creer-, han sufrido y se han enfurecido como todos vosotros. Y puedo prometeros algo: vamos a seguir luchando pase lo que pase por vosotros, por nosotros, por todos. Al final la Justicia siempre vence, y es que la balanza, por mucho que cabecee, siempre acaba equilibrándose.

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