En la cuerda floja | Crítica

Ana Morales, entre la mente y la memoria del cuerpo

La bailarina y bailaora, en un arriesgado cambré.

La bailarina y bailaora, en un arriesgado cambré. / Juan Carlos Muñoz

Después de haber creado piezas como, Sin permiso. (Canciones para el silencio) o Una mirada lenta, Ana Morales no tiene ya nada que demostrar porque su valía como bailaora y como coreógrafa están fuera de toda discusión.

Por eso, después de varios meses de encierro en soledad, limitada como todos en sus movimientos y en sus relaciones, se ha permitido mirar con sinceridad hacia dentro y explorar, con su cuerpo y en su cuerpo, otros límites, otras posibilidades. Al final, la bailaora ha convertido esa búsqueda introspectiva en espectáculo. Un sencillo espectáculo, tal vez difícil de asimilar para los que esperan solo flamenco, pero de una riqueza musical y dancística impresionante.

Para no distraerse en su empeño, ni caer en el caos, la bailaora ha elegido un espacio diáfano, limpio, iluminado casi siempre a contraluz, y una banda musical compacta en lugar de unos músicos a los que ella hubiera tenido que coordinar.

Colocado en una plataforma a un lado del escenario y semioculto por una cortina plateada, la música del trío fue realmente brillante: ‘Bolita’ con una guitarra que juega con la melodía sin dejarse atrapar por ella, Pablo Martín sacando mil sonidos a las cuerdas graves de su contrabajo y a sus loops, en permanente diálogo con la escena y Paquito González con sus siempre enriquecedoras percusiones. Es el trabajo compacto del trío el que la bailaora necesitaba en esta ocasión como hilo conductor, como cuerda, a veces más tensa que floja, sobre la que apoyar sus pies para no caer del todo.

En la cuerda floja nos invita a viajar con ellos a través de ese hilo que la bailaora vuelve rojo con su bonito vestuario, y en que el flamenco es solo un punto de partida, una energía que no los ata -ni nos ata- en ningún momento. Así, disfrutamos con sus extraños tanguillos, con el taranto, con una seguirilla realmente espectacular hasta llegar a esa emocionante soleá final que se abre al mundo, ese sí caótico e inquietante, que comienza en la chácena del teatro. Junto a ellos, como un claro riachuelo que camina en la misma dirección, la voz en off de Sandra Carrasco. ¡Qué bonita nana!

Como se suele hacer en el teatro para no caer en la inercia y mantener el cuerpo en vida, Morales hace toda clase de equilibrios sobre la cuerda musical, y lo hace poniéndose límites muy concretos: abandonar el centro de gravedad del flamenco, que es el eje de la columna; bailar con un brazo inmovilizado, encerrarse en un rectángulo de luz… Se entabla así una lucha entre su cabeza y su subconsciente, o lo que es lo mismo, entre su mente y la memoria de un cuerpo hecho de danza. La dualidad de la que ella habla.

Y puede permitírselo y convertirlo en arte porque, además de su talento, su vocabulario -flamenco, sin duda- es tan inmenso que cuando su mente se empeña en alejarse del centro de gravedad central, le surgen aquí y allá otros centros que impiden su caída. O a las malas, siempre puede agarrarse a sus volantes…

Pero cuando su mente se relaja y es el cuerpo el que toma el mando, haciendo lo que sabe hacer, el flamenco surge a borbotones en forma de giros vertiginosos, de marcajes flamenquísimos, de sonoras escobillas, de cambrés imposibles… Como si abriera por unos instantes la caja de Pandora y salieran ráfagas de esa sabiduría flamenca que su cuerpo ha ido acumulando desde que era una niña. Hermosas pildoritas de flamenco que surgen de pronto, sin necesidad de sujetarse a ninguna falseta, a ninguna estructura fija, a ningún sentimiento…

No parece que En la cuerda floja tenga otro tipo de ambiciones como espectáculo, aunque eso deje a algunos aficionados flamencos con ganas de “algo más”. Pero, guste más o guste menos la experimentación en el arte, no todos los días se puede disfrutar con una música y con una danza de esta categoría.

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