Salir al cine

Prestigio en blanco y negro

  • Dos cintas en blanco y negro se cuelan entre las cinco finalistas de este año de la American Society of Cinematographers (ASC), paso previo a la nominación al Oscar a la mejor fotografía. 

El pasado día 25 de enero, la otrora prestigiosa American Society of Cinematographers (ASC), veterana institución gremial destinada a promocionar el trabajo de dirección de fotografía de sus socios en las categorías de cine de ficción, documental y televisión, daba a conocer las nominaciones de cara a su entrega anual de premios del próximo 22 de marzo.

Se lanzaban también así a la carrera por el Oscar (que se entrega cinco días después el 27 de marzo) las cinco películas con mejor fotografía o iluminación (frontera ya bastante difusa en la era de la postproducción digital ad nauseam) según el criterio de los propios profesionales del sector, mérito que, en la categoría de largometrajes, ha recaído este año en el francés Bruno Delbonnel, por La tragedia de Macbeth, de Joel Coen, el australiano Creig Fraser por Dune, de Denis Villeneuve, el danés Dan Laustsen por El callejón de las almas perdidas, de Guillermo del Toro, la también australiana Ari Wegner por El poder del perro, de Jane Campion, y el chipriota afincado en Inglaterra Haris Zambarloukos por Belfast, de Kenneth Branagh. 

Fuera del quinteto finalista, donde todos han trabajado ya en digital, se quedaban otros trabajos destacados del año, algunos bastante mejores a nuestro juicio, como el de la francesa Claire Mathon, habitual de Céline Sciamma, para Spencer, de Pablo Larraín, el del veterano polaco Janusz Kaminski para el vibrante y analógico West Side Story de Spielberg, los dos del sueco Linus Sandgren para la controvertida No mires arriba, de Adam McKay, y el último Bond, Sin tiempo para morir, dirigido por Cary Fukunaga, o, como también nos sopla el colega y experto Santiago Gallego, el de Paul Thomas Anderson para su viaje nostálgico-setentero en Licorice Pizza, donde prolonga su doble faceta como director y operador iniciada en El hilo invisible, algo que el sindicato no suele ver bien y, por tanto, castigar cuando llegan las nominaciones.      

Fuera de las nominaciones de la ASC se quedan trabajos importantes como 'West Side Story', 'C'mon, c'mon', 'Spencer' o 'Licorice Pizza'.

Pero llama especialmente la atención la presencia este año de dos filmes con fotografía en blanco y negro, incluso el filme de Del Toro se ha comercializado con algunas copias monocromáticas en busca de una remontada en cartelera, recurso que parece haber vuelto esta temporada al epicentro del prestigio artístico y el interés de Hollywood que ya tuviera puntualmente en los 60 (Psicosis, El hombre que mató a Liberty Valance), los 70 (Lenny, Manhattan, La última película, Luna de papel), los 80 (Toro salvaje, El hombre elefante, Cliente muerto nunca paga), los 90 (La lista de Schlinder) o el nuevo siglo (El hombre que nunca estuvo allí, Sin City, Buenas noches y buena suerte, The artist, Nebraska, Ida, Roma o El faro) en su recreación de la imagen del pasado o como gesto de homenaje cinéfilo vintage a los clásicos que forjaron precisamente en su estética sin buena parte de su poder expresivo.

Ahí donde Delbonnel, responsable del sugerente  Fausto de Sokurov, asume el carácter fuertemente escenográfico (en formato 1:33.1) del filme de Coen y las referencias tonales expresionistas al ciclo shakesperiano de Welles o al despojamiento de Dreyer y Bergman con sus contrastes duros y su marcado juego de luces y sombras, el de Zambarloukos, operador e iluminador habitual de Branagh desde La huella (2007), no pasa la prueba del algodón como supuesto trasunto de una época, 1969, que como el propio filme se encarga de recordar, proyectaba sus principales hitos cinematográficos en un esplendoroso Technicolor. Su blanco y negro desaturado, lavado y reluciente, por no hablar del trabajo de cámara estilo blockbuster en algunas secuencias, se nos antoja una torpe y explícita operación de maquillaje sentimental que, como casi todo en la película, resulta un burdo intento de recrear una mirada intimista y memorialista de altos vuelos (Terence Davies, Bill Douglas) a la que el director de Enrique V y Thor no llega ni a la suela del zapato.

En una época en la que las películas apenas dejan huella (Alcaine), el blanco y negro intenta restituir una cierta aureola mítica al cine.

Y a pesar de todo, había este año otros trabajos en blanco y negro igualmente destacados e incluso brillantes: por ejemplo, el de Robbie Ryan para C’mon, C’mon, de Mike Mills, donde entabla, como el propio filme, un diálogo con la modernidad de Wenders y Robby Müller en Alicia en las ciudades; el de Robert D. Yeoman para algunos episodios de La Crónica Francesa, de Wes Anderson; o si me apuran, el del español Eduard Grau (Un hombre soltero, Quién te cantará) para Passing (Claroscuro), debut de Rebecca Hall que recrea líricamente el Harlem de los 30 desde la economía del plano, la precisión del encuadre y la ausencia de color.

En una época en la que las películas apenas dejan ya huella en la sociedad, como comentaba hace poco José Luis Alcaine, nuestro mejor director de fotografía en activo (Madres paralelas es su último trabajo) y el que mejor preserva ciertas esencias de fidelidad realista a las fuentes de luz en la era digital, el blanco y negro parece ser de nuevo el penúltimo intento de restituir una cierta aureola mítica y perenne a unas imágenes volátiles y sin peso específico.