Crítica 'Nuestra hermana pequeña'

No es Ozu todo lo que reluce

nuestra hermana pequeña. Drama, Japón, 2015, 127 min. Dirección y guion: Hirokazu Kore-eda. Fotografía: Mikiya Takimoto. Música: Yôko Kanno. Intérpretes: Haruka Ayase, Masami Nagasawa, Suzu Hirose, Kaho, Ryô Kase, Ryôhei Suzuki, Lily Franky, Shin'ichi Tsutsumi, Jun Fubuki, Kentarô Sakaguchi.

Es difícil sustraerse a esa inercia crítica que tiende a emparentar el cine más reciente de Kore-eda y Kawase con una tradición del shomin-geki que tendría a Yasujiro Ozu como principal referente, no tanto en las formas como en su acercamiento a la familia de clase media, a las relaciones entre padres e hijos o el choque entre tradición y modernidad como asuntos centrales y recurrentes.

Más difícil aún en tanto que uno y otra parecen haberse escorado paulatinamente (Una pastelería en Tokio y esta cinta son la mejor prueba) hacia ese territorio conocido después de unos inicios donde la mirada documental y el tratamiento sensorial de la narración parecían apuntar una renovada estética de la contemplación y los cuerpos que fue saludada con entusiasmo en el cambio de siglo.

Lo cierto es que Kore-eda y Kawase estrenan ya con regularidad en nuestra cartelera cuando antes no lo hacían, tal vez porque sus historias de familias rotas, duelos silenciosos, padres, hijos e hijas y una particular y serena filosofía vital y trascendente se adaptan bien a una cierta preconcepción del refinamiento japonés a los perezosos ojos occidentales.

Nuestra hermana pequeña, adaptación del manga de Akimi Yoshida, suma una nueva entrega a este corpus con el foco puesto en las cuatro hermosas hermanas que se reúnen en la vieja casa familiar tras la muerte del padre, cuatro vértices de distintas edades y caracteres que abren y expanden el suave y difuso cuadrado dramático hacia asuntos como la memoria, la orfandad, la herencia, la independencia o la amistad fraternal bajo el prisma de una perspectiva femenina que tiende a dejar a los hombres, empezando por el padre ausente, en un segundo plano.

El problema es que Kore-eda parece haber dejado de confiar en el espectador y traza ya demasiado las líneas y temas de su retrato impresionista, subrayando emociones con música cuando éstas no brotan desde las imágenes, trazando estampas demasiado reconocibles y literales (la arquitectura del hogar, la comida, los paseos entre cerezos en flor, el paso de los trenes, los cementerios y funerales) que no encuentran tanto eco en las depuradas formas del viejo maestro como en ciertos clichés turístico-publicitarios.

Por otro lado, el filme también tiende a confundir el apego a las tradiciones con un cierto conservadurismo acrítico que atenúa su posible discurso feminista.

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