Como la vida misma | Crítica

Torpe y pretencioso impudor

Olivia Wilde y Oscar Isaac, en una escena de la película.

Olivia Wilde y Oscar Isaac, en una escena de la película. / D. S.

Dan Fogelman es un realizador televisivo que obtuvo cierta notoriedad con el que hasta ahora era su único largometraje, Nunca es tarde, interpretado por el siempre hipnótico pero cada vez más desmadrado –y así desde hace años– Al Pacino. Ahora dilapida el crédito obtenido con aquella película al cocinar como guionista y director este pastelito rosa que harta sin alimentar.

Será cosa de la fatalidad que las coproducciones hispano-estadounidenses ambientadas aquí o, como en este caso, en las dos orillas del Océano, no suelan salir bien. Hasta el mismísimo y actualmente censurado Woody Allen resultó gafado cuando se trasladó a nuestro país para rodar una de sus peores películas, Vicky, Cristina, Barcelona.

En este caso, además, Fogelman aspira al melodrama que va más allá del tiempo y la distancia para enlazar historias de amor en un Nueva York de intelectuales y una Andalucía de altivos aceituneros (¡vaya por Dios!). Y es evidente que le faltan fuerzas creativas y atrevimiento para abordar este intento de desmadre sentimental con mensaje de autoayuda encriptado.

Comparado con esta película, Paulo Coelho es Albert Camus y Nicholas Sparks es Dostoievski. Superficialidad con aspiraciones de profundidad, amaneramiento narrativo con ambiciones de originalidad, cursilería con pretensiones de romanticismo... Todo es falso, postizo, engañoso y pretencioso en esta cosita.

Aunque lo más grave (y pornográfico) es que recurra a tragedias reales de la vida cotidiana para fingir profundidad y humanidad. Los actores americanos (Oscar Isaac, Olivia Wilde, Anette Benning, Samuel L. Jackson) y españoles (Antonio Banderas, Sergio Peris-Mencheta) poco pueden hacer con estos personajes y esta historia torpemente manipuladora, puerilmente dramática e impúdicamente sentimentaloide.

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