Delicioso | Crítica

La Revolución de los estómagos

Isabelle Carré y Grégoire Gadebois en una imagen del filme.

Isabelle Carré y Grégoire Gadebois en una imagen del filme.

Sólo el cine francés es capaz de aunar lecciones de Historia, autopromoción de su cocina como la mejor del mundo y altas dosis de corrección política en las formas académicas, costeadas y elegantes del filme de qualité para todos los públicos.

Es el caso de esta Delicioso de Eric Besnard que nos lleva a los preámbulos de la Revolución, a finales del XVIII, para mofarse de la aristocracia de peluquín altiva y ensimismada y reivindicar la figura del buen cocinero como agente político capaz de subvertir con su idea de la cocina y la buena comida para el pueblo los mismísimos cimientos de un estado monárquico despótico que estaba por dar sus últimos coletazos de esplendor palaciego.

Nos gustaría pensar que las cosas fueron como aquí se cuentan, desde esa amable y digna heroicidad de un cocinero humillado (Grégory Gadebois) por su Marqués que decide rehacerse y, de paso, fundar la cocina y la restauración modernas en su modesta casa de postas provinciana. También en su rápida transformación protofeminista y romántica para dar protagonismo a la mujer mancillada (Isabelle Carré) que llega a su posada pidiendo ser su aprendiz.  Pero claro, todo está escrito desde este presente diverso y transversal capaz de embutir cualquier discurso histórico en los moldes del ideario biempensante contemporáneo.

Aunque tampoco importa demasiado, Delicioso se disfruta en la ligereza de su drama culinario sobre la primera gran lucha de clases, el empoderamiento de los siervos y ese canto a la nouvelle cuisine elaborada con productos de la zona que cotiza hoy a precios abusivos entre gastrobares y platos con demasiada porcelana a la vista.