First cow | Crítica

El hombre, la amistad

Orion Lee y John Magaro en una imagen de 'First cow'.

Orion Lee y John Magaro en una imagen de 'First cow'.

     “El pájaro, un nido; la araña, una red; el hombre, la amistad"

                     William Blake

El cine de Kelly Reichardt trabaja y observa siempre a escala humana, en un tono discreto, sin alzar la voz ni dramatizar demasiado, dejando correr el tiempo para facilitar la observación, preocupado por ese justo equilibrio realista entre las formas y el relato, dando voz a los invisibles y marginados de la gran nación norteamericana construida desde la pluralidad y el esfuerzo anónimo.

First cow, nuevo jalón en una filmografía hermosa e impecable, regresa al western (tras Meek’s Cutoff) a partir de la novela de Jonathan Raymond como tenue marco genérico, y a la Historia y el mito fundacional americano como sustrato entreverado para cierto entendimiento del presente y sus enfermedades. Estamos en los frondosos y húmedos bosques de Oregón hacia 1820, territorio de tramperos y comerciantes en busca de fortuna donde un cocinero errante (John Magaro) y un emigrante de origen chino (Orion Lee) se conocen azarosamente en un campamento para emprender un pequeño negocio de repostería con el que ganarse la vida y, tal vez, hacer camino hacia la Costa Oeste. La única vaca lechera de un jefe comercial de pieles británico (Toby Jones) será la fuente primordial para esos pastelillos de la fortuna, pero también el escollo para la supervivencia.

Una Norteamérica que, a los ojos de Reichardt y su director de fotografía Christopher Blauvelt, parece aquí vista, retratada y descubierta por primera vez, revelada en una cierta pureza virginal y telúrica, hecha de rostros y acentos singulares, de los sonidos del entorno, del canto de los pájaros, el agua del río o las hojas pisadas en el terreno, apenas contaminada por la presencia del colono, tierra de promisión para los desplazados del gran mundo que han ido allí en busca de una nueva vida.

Porque First cow nos habla precisamente de esas raíces multiculturales pervertidas, del origen y los preámbulos de la Historia, de la explotación y el exterminio (del hombre y la fauna), pero sobre todo de la amistad sincera y cálida que se fragua entre dos tipos discretos que, a la manera de aquella Old Joy, sólo puede entenderse en un contexto aún no demasiado contaminado por la avaricia (el capitalismo) o la jerarquía de clases y razas.

Una película que se paladea lentamente en cada plano y en cada conversación, donde la tentación del preciosismo viene sustituida por la delicadeza y el gusto por los pequeños detalles, una película instalada en esa zona de penumbra que permite ver y escuchar cómo se atiende y se escucha un relato narrado junto al fuego.