La emperatriz rebelde | Crítica

Peinetas en la jaula de oro

Vicky Krieps es la emperatriz Sissi hacia 1878.

Vicky Krieps es la emperatriz Sissi hacia 1878.

Sissi a los cuarenta, sometida a la báscula y el corsé de las apariencias en la corte decadente y fantasmal de Francisco José I en la Viena de 1878. Obviedades de esta cinta candidata a los premios europeos del año y protagonizada por la actriz de moda, Vicky Krieps, entre estampas de intimidad palaciega, desafíos al protocolo y pequeños detalles anacrónicos que incluyen canciones pop de Camille y los Stones, cámaras lentas e incluso un guiño al pre-cine como máquina del futuro que liberaría a la pintura.

Por más que intente actualizar su mensaje con esos gestos extemporáneos, La emperatriz rebelde no deja de ser un filme académico cortado por el patrón ideológico de estos tiempos de empoderamiento y reivindicación feminista, un nuevo retrato de mujer de alta alcurnia en su jaula de oro que, cigarro en mano, inyectándose heroína, dándose baños de agua fría, visitando enfermos o haciendo peinetas de desplante, se libera en la ficción como fantasía autoconsciente de desaparición.

El mito de aquella Sissi a la que Romy Schneider prestó su lozanía y su madurez melancólica (Visconti) da paso aquí las interioridades crepusculares y crudas de una performance imperial vaciada ya de todo boato, en el contraplano algo artificial de una operación política que tiene mucho de esteticismo y gesto explícito: el flirteo, la infidelidad, la frustración, el cansancio, el fracaso conyugal y la maternidad no convencional buscan encarnarse en una desmaquillada Krieps capaz incluso de cortarse la melena en un penúltimo acto de emancipación previo al sueño utópico de la suplantación y la fuga.