La vida padre | Crítica

Freud era de Bilbao

Enric Auquer y Karra Elejalde en una imagen del filme.

Enric Auquer y Karra Elejalde en una imagen del filme.

Con el tono y los mimbres de la comedia clásica urdidos por el veterano Joaquín Oristrell y la ciudad de Bilbao como gran escenario de film-commission a mitad de camino entre la memoria de la era industrial y decadente y un presente modernizado y turístico, La vida padre se lanza al enredo edípico con la alta cocina como marco paródico y un estupendo Karra Elejalde en modo libre como principal espectáculo.

Un puñado de chascarrillos a costa de la monarquía, los catalanes, el terrorismo o la deriva hidrogenada y caramelizada de la nueva cocina ponen el contexto sociológico a una trama que se conjuga en el regreso de un padre amnésico, otrora gran maestro de los fogones, al que fuera su exitoso restaurante en 1990, ahora remozado y regentado por su hijo a golpe de sofisticación, espumas de erizo y diseño.

Mazón sujeta bien el armazón, libera muchos gags en los diálogos y las réplicas, introduce a una doctora hawksiana (Montaner) para abrir la inevitable trama romántica y deja que Elejalde y Auquer, este último no tan cómodo en el registro cómico, jueguen al ping-pong de los reproches, los equívocos sexuales y las recetas secretas mientras se dirime, ya en un último tercio menos interesante, el verdadero trasfondo sentimental de la propuesta, a saber, una reconciliación paterno-filial que es también el abrazo entre la memoria de una vieja ciudad y las tradiciones y la aceptación de su flamante, aseado y rentable aspecto actual.