Malasaña 32 | Crítica

Transición maldita

Se inscribe esta Malasaña 32 en una cierta tradición del cine español que toma prestados viejos asuntos como el éxodo del ámbito rural a la ciudad (he pensado en Surcos), también el bloque de pisos del barrio popular como ecosistema arquitectónico y social (La Comunidad, REC, Musarañas, Verónica), para efectuar sobre esos elementos una superposición de los esquemas globalizados del cine de terror cargado de clichés y lugares comunes como la posesión sobrenatural y la imposibilidad de escapar del destino (y la secuela).

Estamos, por tanto, ante una operación posmoderna que hace de los valores de producción, fotografía y dirección de arte sus principales avales y de sus situaciones, estereotipos y desarrollo narrativo sus principales escollos para que su propuesta de género funcione con cierta solidez sobre unas bases más o menos castizas.

En plena Transición (aunque sin contexto alguno, total, para qué), una familia estigmatizada llega del pueblo a un piso en el centro de Madrid en el que, cómo no, ocurrió una trágica y misteriosa desgracia años atrás. Delimitado el territorio para el juego siniestro, Albert Pintó, director de la mucho más interesante y original Matar a Dios, no desaprovecha ni un minuto para desplegar su arsenal de efectos-miedo de segunda mano recreados desde una banda sonora ruidosa y atronadora y los umbrales, espejos o espacios en sombra siempre dispuestos para la súbita aparición de la figura maligna, recursos que dejan de funcionar por acumulación y que desembocan, por obra y gracia de un guion caprichoso cuando no ridículo, en un exorcismo civil en el que Concha Velasco y su hija discapacitada sacan a la luz lo que se nos ha venido anunciando con megáfono desde el primer minuto.

Hay además en esta operación industrial tan vistosa como fallida un elemento especial e involuntariamente perturbador: en mitad del asedio espectral y con un niño desaparecido, nuestra abnegada familia obrera no dejará de ir a trabajar para seguir pagando la hipoteca y los recibos, auténtico chiste macabro de un filme que parece empeñado en sabotearse a sí mismo después de lograr una satisfactoria atmósfera de terror.