Mirai, mi hermana pequeña | Crítica

El príncipe destronado en el jardín infinito

El anime sigue ofreciendo nuevas perlas que desafían la brecha generacional y las fronteras del viejo humanismo nipón con una proyección hacia la fantasía y los multiversos muy alejada de los patrones y relatos occidentales. Es el caso de esta maravillosa Mirai, mi hermana pequeña, en la que algunos lúcidos colegas han querido ver un extraño e inopinado cruce entre los trazos, tonos y temas de Miyazaki y Takahata y el sentido de la revelación y el descubrimiento infantil del mundo de un Víctor Erice. Nada menos.

El nuevo trabajo de Mamoru Hosoda (Summer wars, El niño y la bestia) arranca con los pies en la tierra del shomin-geki más tradicional y costumbrista sobre las dinámicas (modernas) de la familia y la vida en el hogar, con la llegada de una recién nacida, la Mirai del título, que hará zozobrar el paraíso de felicidad, atención y exclusividad de los afectos del niño Kunchan, pequeño príncipe destronado de una historia sobre los avatares de la crianza, el crecimiento y la paternidad.

Pero pronto entramos en nuevas y desconocidas dimensiones imaginarias a través de ese jardín de la casa que se ensancha y expande en múltiples direcciones, tiempos y espacios. Si hasta entonces Mirai se desenvolvía en ese gusto por los pequeños detalles del gesto y la atmósfera realista primorosamente reproducidos por la técnica y la paleta animadas, la película coge vuelo libre a partir de ese momento para abrazar la fantasía, el viaje simbólico, la transfiguración, los miedos, el pasado y el futuro en un trazo tan impredecible como juguetón con las texturas y los diseños, realizando una de las piruetas más maravillosas que hemos visto recientemente en una pantalla, a saber, conjugando desde el ánimo fabulador y poético los diferentes pliegues del afecto y la iniciación hacia la conciencia desde la mirada de unos niños que se desdoblan como protagonistas de una fascinante aventura de ida y vuelta hacia el cariño y la reconciliación.