La casa de verano | Crítica

Asuntos de familia

Riccardo Scamarcio y Valeria Bruni Tedeschi en una imagen de 'La casa de verano'.

Riccardo Scamarcio y Valeria Bruni Tedeschi en una imagen de 'La casa de verano'.

Valeria Bruni Tedeschi juega a la alta comedia con una naturalidad innata desde aquel debut de Es más fácil para un camello y lo hace casi sin necesidad de salir de su propio universo, de su propia autobiografía familiar (Un castillo en Italia) o de su condición de actriz y cineasta (Actrices).

La casa de verano se abre con una crisis de pareja justo antes de que su personaje, evidente alter ego caricaturizado, acuda a una reunión para pedir fondos para un nuevo filme. Lanzado así a su propia puesta en abismo, el cuarto largometraje de la Bruni sigue poniendo a los suyos ante un espejo deformante para observarlos en su indomable excentricidad en la enésima modulación musical de la comedia coral y el enredo catártico capaces de ahuyentar la tragedia familiar en pleno verano en la Costa Azul.

La casa de verano puede verse y disfrutarse también como reescritura de Las reglas del juego de Renoir, como un retrato del arriba y abajo de la alta burguesía decadente y su servicio doméstico, observados desde el relevo equitativo y un cariño transversal que da un mismo protagonismo a unos y otros no sin cierta autocomplacencia.

Y también como una feliz integración de los grandes modos interpretativos de la gran comedia europea, un pas à deux entre la escuela de la Comédie Française que traen Raffaelli, Arditi, Moreau o Lvovsky y el gesticulante modelo italiano de Golino y Scamarcio. Entre ambas, heredera de una y otra, hija, hermana, esposa, madre y mujer maravillosamente viva y sufriente, la Bruni despliega su particular festín histriónico para reservarse una vez más los momentos más abiertamente cómicos de su película.