Vivir dos veces | Crítica

El último viaje de la memoria

Una imagen de 'Vivir dos veces', el filme de María Ripoll.

Una imagen de 'Vivir dos veces', el filme de María Ripoll.

Trabajar con un material tan inflamable como el Alzheimer siempre es un riesgo, sobre todo cuando se pretende abordarlo con voluntad conciliadora, cierto tono de comedia bienintencionada y un mensaje positivo a pesar de su devastadora deriva aniquiladora.

María Ripoll  (Tu vida en 65’, Ahora o nunca, No culpes al Karma) se lanza a la aventura de la mano de un guion de María Mínguez que tiene la delicadeza de haberse documentado, no sabemos si de primera mano, pero bien en todo caso, sobre las etapas, fases y manifestaciones del síndrome, etapas y manifestaciones que un siempre inspirado Óscar Martínez hace suyas a mitad de camino entre los tics del viejo gruñón negacionista y el adulto melancólico que asume poco a poco la inevitabilidad de la pérdida de memoria y el deterioro cognitivo.

Vivir dos veces intenta acolchar el drama realista con una trama familiar que se nos antoja ya más estereotipada y chirriante, no en vano estamos ante un núcleo amablemente disfuncional con dos padres algo caricaturescos (Inma Cuesta y Nacho López) y una hija-nieta cojuela y vivaracha a la que la debutante Mafalda Carbonell insufla una innegable frescura 2.0.

Así las cosas, la película se mueve entre lo conmovedor y lo pintoresco, entre el retrato de personajes y las situaciones-cliché (véase la crisis matrimonial), siempre en busca de un difícil equilibrio entre lo dramático, lo sentimental (música mediante) y lo digerible. El verdadero problema arriba ya cuando, pasado su periplo de viajes de carretera, revelaciones, gags y repliegues, Ripoll remata su faena con un redoble romántico de reencuentros imposibles y enfermedad compartida, tramo de salida postizo y relamido de un filme que, en su cuerda floja, consigue ciertos destellos de verdad sobre ese terrible pozo del olvido.