El sastre de la mafia | Crítica

Rylance interpretando y Pope fotografiando: la veteranía es un grado

Mark Rylance regresa a los cines con ‘El sastre de la mafia’.

Mark Rylance regresa a los cines con ‘El sastre de la mafia’. / D. S.

Mark Rylance prefiere el teatro al cine. Por eso ha desarrollado una brillante carrera en los escenarios –ligado durante muchos años a la Royal Shakespeare Company como actor y director– y una discreta carrera cinematográfica en papeles secundarios. Hasta que Spielberg le dio el papel del agente soviético en El puente de los espías en 2015. El teatro es una gran cosa, por supuesto. Pero sus intérpretes tienen un radio de acción limitado a los lugares en los que las obras se representan y a la lengua en la que el actor actúa. El cine, en cambio, tiene un alcance universal y la ventaja añadida del doblaje –con los problemas de sustitución de voces que conlleva– y los subtítulos.

La película de Spielberg descubrió el formidable arte interpretativo de Rylance al mundo y cambió su carrera equilibrando cine y teatro, sucediéndose los grandes títulos de grandes directores: Mi amigo el gigante y Ready Player One otra vez con Spielberg, Dunkerque con Nolan, El juicio de los 7 de Chicago con Sorkin, No mires arriba con McKay o la tan esperada y aún no estrenada The Last Planet con Malick.

El sastre de la mafia no pertenece a este nivel. Quizás por tratarse del primer largometraje del exitoso novelista y premiado guionista (obtuvo el Oscar por Descifrando Enigma) Graham Moore. Quizás porque el guión lo ha escrito a medias con el actor Johnathan McClain que también debuta como guionista cinematográfico.

Quizás porque se ha depositado demasiada confianza en un guión con una excesiva carga teatral –lógico dada la procedencia de sus autores– que a su vez confía demasiado en la potencia dramática de Rylance, descuidando ese momento de la verdad que es el traslado del texto a imágenes.

Roza por ello el teatro filmado (unidad de tiempo y de espacio, gran carga verbal) con el hándicap de que el texto, siendo interesante, no basta para justificar su teatralidad; y el de que la interpretación de Rylance, siendo tan poderosa como de él cabe esperar, no basta tampoco para suplir del todo las carencias de la película.

La idea de la relación entre el sobrio, veterano e inteligente sastre de noble pasado londinense y modesto presente en Chicago (Mark Rylance), y los mafiosos (Simon Russell Beale, Dylan O’Brian, Johnny Flynn) que le van enredando en sus tramas hasta llevarle a una situación límite –por alguna razón la sastrería me ha recordado al bar de tan interesante como olvidada La entrega de Roskam–, es atractiva. Quizás demasiado, en la medida en que se confía en su fuerza como punto de partida –con tantos ecos de Le Carré y Greene– desatendiendo su desarrollo. La interpretación de Rylance salva lo que puede de la película, que no es poco, dado su talento, ayudado por el clima que crea la muy buena e intimista fotografía del gran veterano Dick Pope (Secretos y mentiras, El secreto de Vera Drake, El ilusionista, Mr. Turner). Buena partitura, como siempre, del camaleónico Alexandre Desplat.

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