El pacto | Crítica

El influjo de la baronesa

Birthe Neumann y Simon Bennebjerg en una imagen del filme de Bille August.

Birthe Neumann y Simon Bennebjerg en una imagen del filme de Bille August.

No hace mucho dejábamos a Karen Blixen (1885-1962) en su despedida africana en el estupendo filme (Karen) de María Pérez Sanz, relectura impresionista y sensorial del periplo de la conocida escritora danesa en aquella famosa granja cuyos contornos y romances también filmó Sydney Pollack en Memorias de África.

La reencontramos aquí en su edad madura, con las secuelas de una sífilis y su tratamiento, también recluida en su hermosa mansión en Rungstedlund, anfitriona exquisita de veladas donde se reúne la flor y nata de la cultura y la aristocracia danesa. Y en una de ellas pone su mirada en el joven poeta Thorkild Bjørnvig, su víctima en un juego de mecenazgo y proyección que tiene algo de vampírico y mefistofélico, un juego sellado con un pacto por el que él se dedicará plenamente a la escritura mientras ella lo acoge guiando sus pasos hacia una apertura al mundo que lo saque de su rincón pequeño-burgués donde vive con su esposa e hijo.

El pacto es así la crónica de esta relación, abierta también a la esposa y a una tercera mujer, observada por la mirada de un veterano Bille August al que tiempo atrás se quiso ver como heredero de Bergman (no en vano, adaptó la maravillosa Las mejores intenciones), pero cuya trayectoria confirmó como miembro funcional de esa familia de la qualité europea para las academias.

Su filme se despliega así entre encuentros y conversaciones que aspiran a funcionar como pequeños duelos y retos de lucidez, ambigüedad e inteligencia, combates de salón y alcoba sobre el poder del influjo, la admiración, la inspiración y la toma de decisiones como ejercicio de revelación y emancipación. Todo narrado a fuego lento, con cierto afán didáctico, entre interiores de luz ambarina y con las innegables buenas prestaciones de la veterana Birthe Neumann y Simon Bennebjerg, verdaderos sostenedores de un juego de ida y vuelta y paso del testigo donde la puesta en escena termina enfriando más de la cuenta ese flujo lávico sobre la esencia del amor y el arte que corre bajo la superficie de las relaciones.