No te preocupes querida | Crítica

La fascinación de los felices 50 como trampa

Florence Pugh, en una escena de la película.

Florence Pugh, en una escena de la película. / D. S.

Versión distópica de The Firm de Pollack (cuyo título español, La tapadera, era el más tonto espóiler imaginable) en clave feminista con unas gotas de El show de Truman o Pleasantville y hasta, si quieren, con algún guiño a Peyton Place (subtitulada, muy a tono con esta película, "pueblo pequeño, infierno grande"). Porque a esta -ya sea el bestseller de 1956, su adaptación al cine de 1957 o su conversión en serie televisiva en 1964- le une sacar la basura que se esconde bajo las alfombras (o moquetas) de una comunidad perfecta representativa del suelo americano de los años 50. A El show de Truman y otras distopías o fábulas morales sobre mundos artificiales le une la denuncia de la falsedad de una comunidad ideal (¿lo ideal ha de ser siempre mentira, engaño o artificio?) que en realidad es una puesta en escena. Y a The Firm le une lo que su título español desveló: las facilidades, comodidades, sentido de pertenencia a un grupo cohesionado y de participación en un proyecto apasionante que son en realidad la tapadera de algo siniestro. Otras muchas referencias podrían citarse: la película parece una colcha hecha con retazos.

Como si le diera la vuelta a la publicidad de electrodomésticos, cosmética, ropa interior y detergentes hecha a la medida de las expectativas de consumo y felicidad (identificadas como lo mismo) de las mujeres de clase media o media alta de los años 50 y a la publicidad de tabaco y bebidas alcohólicas que mujeres sumisas ofrecen a sus maridos, guerreros en la lucha por la vida en cuyos hogares les esperan sus señoras con un cóctel en las manos, una sonrisa en los labios y un peinado cuyo volumen requirió tanta laca como para acabar con la capa de ozono, la actriz y directora Olivia Wilde (Súper empollonas) crea una distopía feminista más atractiva por su cuidadísimo -quizás hasta la afectación- diseño de producción y vestuario de Katie Byron y Arianne Philips que por el desarrollo del guión, demasiado dependiente de dejar claro sin mucha sutileza el mensaje de la película.

La protagonista (Florence Pugh) va descubriendo la realidad que se oculta tras la fascinación por su irresistible marido (Harry Styles), su trabajo en una corporación dirigida por un opaco gurú (Chris Pine) y su vida perfecta en un entorno ideal como una esposa de Barba Azul -porque algo de cuento de terror tiene- que va abriendo habitación tras habitación hasta dar con la que nunca debe abrirse. Pero al guión le falta cohesión y coherencia para profundizar en la crítica a la América sobre todo de Trump garrapateando sobre la iconografía del sueño americano de los años 50. Y la dirección es superficial en su empeño por subrayar lo obvio con trazo grueso en vez de representarlo o sugerirlo.

Quizás podría pensarse que, además de los escándalos y cotilleos que se han sucedido desde su rodaje a su presentación en Venecia (despidos, romances y escupitajos incluidos), la apabullante y seductora iconografía de los años 50 americanos se ha vengado de las intenciones y limitaciones de la directora imponiendo su fascinación hincada en el subconsciente por las películas en Technicolor y cinemascope, los diseños publicitarios, las ilustraciones de Norman Rockwell o Everybody Loves Someboby cantada por Dean Martin.

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