atardecer | crítica

Hay hallazgos expresivos que son irrepetibles

Juli Jakab interpreta en la película a una joven que aspira a trabajar como sombrerera.

Juli Jakab interpreta en la película a una joven que aspira a trabajar como sombrerera.

Con un uso revolucionario de la profundidad de campo, manteniendo durante casi la totalidad de la película al actor en primer plano sobre un fondo desenfocado, el director húngaro László Nemes logró en El hijo de Saúl no solo una obra maestra, sino un hito en la historia del cine: traspasar el límite que el horror absoluto, indecible, impensable, irrepresentable del Holocausto marca al lenguaje cinematográfico. El permanente desenfoque le permitió dejar entrever el funcionamiento de la perfecta fábrica alemana de muerte que fueron los campos de exterminio, desde la llegada de los vagones a las cámaras de gas y los crematorios. Era un caso asombroso de adecuación ética del estilo, de inventiva técnica y creativa puesta al servicio de un propósito moral. Por lo que no podía convertirse en estilo o marca de este director aplicable a otras películas.

Budapest en el verano de 1913 en el que la protagonista -una joven que aspira a trabajar como sombrerera- llega a la ciudad era la capital de una Hungría inserta en un próspero y poderoso, pero conflictivo y lleno de tensiones territoriales, étnicas y políticas, Imperio Austro-Húngaro al que le quedaba un año de vida: en el inicio del siguiente verano el asesinato de Sarajevo serviría de pretexto para el estallido de esas tensiones en la Primera Guerra Mundial que supondría el fin del Imperio y de un mundo cuyos notarios testamentarios fueron Joseph Roth y Stephan Zweig. En aquel Budapest al borde del abismo nacionalistas, partidarios del imperio, socialistas revolucionarios y anarquistas se enfrentaban en luchas que presagiaban no solo la inminente Gran Guerra, sino los conflictos territoriales, ideológicos y étnicos que la harían tan inestable durante el período de entreguerras que conduciría a otra guerra aún más devastadora tras la que Hungría caería bajo la dictadura comunista. Esta película se desarrolla por lo tanto en una situación compleja en una Hungría pre apocalíptica. Pero no es el Auschwitz de El hijo de Saúl y por lo tanto hubiera exigido otro tratamiento formal.

Ni el vacío emocional y familiar que sufre la protagonista, ni su errático deambular por ese Budapest volcánico lleno de conspiradores y chiflados, ni el problemático encuentro con su hermano justifican la radicalidad del tratamiento visual que en esta ocasión cansa más que sobrecoge. El horror del Holocausto es irrepresentable y de ahí la genialidad de la profundidad de campo con desenfoque. Pero los problemas que la protagonista parece coleccionar, los dramas familiares, las conspiraciones y la atmósfera de aquel Budapest son perfectamente representables y por ello el seguimiento obsesivo de la cámara pegada a su rostro o su nuca se convierte en exageración retórica. Ni se logra la total identificación con la protagonista acosada por la cámara ni se refleja (y menos se explican) el ambiente y las tensiones de la época. El fondo es aquí esencial. Y se escamotea con desenfoques y fueras de campo.

No carece la película de interés ni de aciertos parciales, pero su intérprete no posee la fuerza expresiva necesaria para llenar el plano que durante casi todo el tiempo ocupa y el dispositivo formal la hace confusa y pesada. Lo que en El hijo de Saúl nos sumergía en un mundo, aquí nos distancia. Hay hallazgos que son irrepetibles porque nacen de la necesidad, no del capricho o de la marca de estilo.

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