Cine

Un hombre discreto, un actor genial

LA muerte de Carlos Álvarez-Novoa nos ha sorprendido a todos. Pocos sabían que estaba enfermo. Guardó el secreto con discreción y ni siquiera sus amigos de la Sala La Fundición supieron de su enfermedad hasta hace unos días. Las redes sociales se han llenado de pésames, los amigos aún andamos cabizbajos sin querer admitir que ya no volveremos a verlo actuar con esa presencia de alta majestad que imponían el color blanco de su cabello y de su barba. Hombre culto e intelectual, parecía tender puentes con aquellos pensadores, artistas y científicos de antes de la República, como los Unamuno, Ramón y Cajal o el propio Juan Ramón Jiménez, al que interpretó en su última película estrenada, La luz con el tiempo dentro, del director Antonio Gonzalo. En esta cinta se reencontró con Ana Fernández. Junto a ella, María Galiana y el director lebrijano Benito Zambrano, durante una década, habían encarnado en Andalucía el ejemplo a seguir. Benito, aquel joven que lo había dejado todo para dedicarse el cine; María y Carlos, ambos deseosos de demostrar al mundo que, tras dedicar una vida entera a la educación y a la interpretación, se podía triunfar a partir de los 50 años; y, por último, Ana Fernández, que llegó a simbolizar en su figura a todo el cine andaluz que comenzaba, por fin, a despegar.

Imagino que el éxito de Solas acabó devorando a sus protagonistas. Pasado el tiempo a Carlos se le sigue recordando por aquel abuelete que significaba el único aliento positivo de la famosa película. Caló tanto su papel que Sevilla lo convirtió en andaluz a pesar de que nació en Asturias y muchos se asombraban ayer en la capital cuando los obituarios y crónicas comenzaban señalando la condición asturiana del actor.

Tuve la suerte de hablar muchas veces con él, casi siempre para temas profesionales, y siempre mostraba la misma cara. Un hombre expectante que escuchaba con atención, dispuesto siempre a colaborar, como la mayoría de los personajes a los que interpretó tanto en el cine como en el teatro, su mayor pasión confesada.

El cine es cruel, te aúpa, te ensalza y, muchas veces, te abandona. El Goya conseguido, en esas paradojas del destino, como actor revelación, no se tradujo en la llegada de ofertas de películas. A su edad hay pocos abueletes en las películas; aun así, intervino en una buena cantidad de ellas aunque nunca de protagonista, salvo en Las olas de Alberto Morais.

Pero el teatro es otra cosa, perro apaleado quiere a su dueño, y Carlos Álvarez-Novoa no sólo fue ese gran actor al que todavía recuerdo desnudo ante el público que aplaudía a rabiar en La vida es sueño en el Castillo de Niebla. En los escenarios trabajó con muchos de los grandes, como José Tamayo, Helena Pimenta, Calixto Bieito, Lluís Pasqual, Juan Carlos Pérez de la Fuente, Pedro Álvarez-Ossorio, Joan Ollé, Jose Carlos Plaza o Francisco Ortuño. Y fue novelista y un autor dramático cuya última pieza representada fue Adúlteros. Él quería al teatro. Nosotros le queríamos a él.

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