Pequeño país | Crítica

La infancia profanada por la guerra

Una imagen de la película.

Una imagen de la película. / D. S.

Buen título el de Pequeño país. Porque esta película trata, con delicadeza, pero también con fuerza, de la pequeñez arrasada por acontecimientos históricos devastadores. Primero la pequeñez -fragilidad, indefensión- de los niños y de sus universos afectivos. Después la pequeñez de las vidas humanas todas, las de niños y adultos, cuando son destrozadas por una catástrofe mucho peor que las naturales: la que provoca la maldad humana. El pequeño protagonista de esta película es Gabriel. La catástrofe que arrasará su vida y apagará la luz de su infancia es la guerra civil de Burundi y el genocidio de los tutsis. 

La infancia destrozada, profanada, por la guerra ha obsesionado a muchos escritores y cineastas. No hay símbolo o imagen más poderosa de su crueldad que el de su indefensión aplastada por fuerzas por completo ajenas a sus vidas y a sus posibilidades de comprensión que en un instante arrasan su mundo. En España tenemos una conmovedora joya -Canciones para después de una guerra- en la que Martín Patino centró toda la crueldad de la Guerra Civil y la posguerra en las imágenes documentales de los niños.          

Pequeño país es ficción, no un documental, pero de base real: el guión está escrito a partir de la novela autobiográfica del cantante y escritor franco-ruandés Gaël Faye, de madre tutsi y padre francés, que logró huir del país con 13 años junto a su pequeña hermana repatriándose en Francia. La ha convertido en guión y dirigido el casi outsider Eric Barbier, autor de marcado por estrepitosos fracasos de costosas producciones (Le brasier), obras a la vez interesantes, fallidas y extravagantes (Toreros) y algún éxito moderado (Serpiente, Promesa al amanecer).

Pequeño país es su película más equilibrada entre ambición y resultados, entre las exigencias de su planteamiento y los recursos expresivos utilizados. Partida en dos, como la infancia del protagonista, arranca llena de encanto e inocencia para deslizarse suavemente en la tristeza (las tensiones internas que acabarán por romper la familia) hasta caer en el horror (las tensiones externas que conducirán a las matanzas), todo sensible e inteligentemente narrado a través de la mirada primero maravillada y después desolada del niño protagonista. En esta difícil transición Barbier exhibe sus mejores dotes como director, logrando a la vez reflejar con exactitud el conflicto (inteligente uso de materiales visuales y sonoros originales) y su impacto sobre el protagonista y su familia. Excepcional la interpretación del apenas adolescente Djibril Vancopennolle, centro absoluto de la película.

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