Los panes y los peces

Leer poesía

  • La hay para todos los gustos, para todos los ánimos, para todas las etapas, igual que hay poetas de todos los tipos y pelajes: incluso los hay que ni lo son, pero han aprendido a parecerlo

El poeta rumano Nichita Stanescu (1933 – 1983).

El poeta rumano Nichita Stanescu (1933 – 1983). / M. H.

La hay para todos los gustos, para todos los ánimos, para todas las etapas de la vida, igual que hay poetas de todos los tipos y pelajes. Por haber, incluso los hay que ni lo son, pero han aprendido a parecerlo, como esos animales y plantas que asumen el aspecto y los colores de otros, venenosos o poco apetecibles, para proteger su integridad y competir mejor por los recursos. ¡Integridad! ¡Recursos! Hasta en símiles traídos por los pelos, como este, se nos ve la presunción a los poetas. Y la falta de rigor. De ahí que no sea recomendable tomarse nuestras opiniones demasiado en serio.

Quisiera, no obstante, resultar creíble si digo que leer poemas es una de las actividades menos crueles, estúpidas y dañinas del amplio catálogo humano, o, si se prefiere en positivo, una de las más edificantes. Esto no significa, claro está, que la poesía mejore per se a quien la frecuenta. A Stalin le encantaban los versos y admiraba a los poetas, tanto que Mandelstam -a quien el hombre de acero castigó implacablemente a causa de una sátira en la que no salía muy agraciado. llegó a decir: “Rusia es el único país donde se respeta de verdad la poesía. Si hasta matan por ella”. De hecho, casi todos los dictadores y genocidas aspirantes a la totalidad tenían algo de poetas y no les faltaban las lecturas. Y cuántas veces no habrá servido, asimismo, la poesía para sublimar invasiones, violaciones y matanzas, para contribuir, en fin, a la construcción de identidades nacionales, imperiales, ancestrales. Pero el ser humano, si no del todo estúpido, dañino y cruel, es, cuando menos, más insignificante de lo que habitualmente cree, y eso, que a la postre es lo que nos vuelve a colocar ante el milagro de la existencia, se aprende, entre otras cosas, leyendo buena poesía. La mala, en cambio, se parece a los falsos amigos, a los políticos y a todos los que viven de explotar al prójimo: aunque sean necesarios -no seré yo quien lo niegue- solo nos sirven para identificarnos con una visión banal, parcial o interesada, es decir, prefabricada, dogmática o cínica, del mundo.

Podría replicarse, por supuesto, que leer buenos libros, en general, es igualmente enriquecedor, pero la poesía cuenta con algunas ventajas sobre los otros géneros. Una de ellas es la condensación. Gran parte de la mejor poesía que he leído en mi vida la he hallado en novelas, misceláneas y obras de teatro; sin embargo, para quien no tiene mucho tiempo ni paciencia, o una sensibilidad lo bastante dramática, no hay nada como un buen poema hecho solo de lo imprescindible, reducido a semilla que se puede plantar, cultivar y cosechar cuantas veces le venga a uno en gana, ya que sus propiedades generativas permanecen intactas a lo largo del tiempo y se adaptan a las características del suelo que las distintas épocas ofrecen.

Leer poemas es una de las actividades menos crueles y estúpidas del amplio catálogo humano

Decía Eugenio Montale que la poesía no es un arte por la sencilla razón de que precede a todas las artes. Por eso, añadía, al ponderar una obra artística de cualquier disciplina se alude con frecuencia al grado de poesía que contiene. Lo cito porque es una manera de recordar que la poesía no está solo en los libros. Es más, en ellos desde luego que no está si no somos capaces de interpretar los signos, la escritura que la cifra, como no está la música en una partitura si no sabemos cómo leerla. Porque la poesía no es eso que está escrito, sino la palabra viva que eso contiene. Es un ser vivo, como la música, un ser vivo semántico, a diferencia de la música. Lo importante, lo fundamental es, pues, la lectura, saber leer, dejarse acunar tanto por la sonoridad como por las connotaciones de las palabras.

Hay que tener en cuenta, eso sí, que la poesía suele ser la más exigente de las lecturas, la que más requiere de nosotros, hasta en sus manifestaciones más sencillas. No digamos ya si, poseídos por una audacia imperdonable para los inquisidores del sentido común, nos adentramos en propuestas que no nos dan precisamente palmaditas en la espalda, o sí, pero no para que se nos caiga la baba sino para que nos lancemos a un abismo.

La realidad se ha vuelto tan compleja, tan difícil de asimilar, que muchas veces tomamos por poesía la voz de una experiencia limitada a cuatro eslóganes, o a un activismo espoleado por las emociones, las modas o el puro onanismo, y desechamos los versos en apariencia demasiado abstrusos o melancólicos, tachando al poeta de pretencioso, de no saber escribir con claridad ni animarnos a ser más productivos. Pero desconfiar de la claridad, de la productividad y del libre albedrío, ya lo he dicho en otras ocasiones, quizá devenga también, en un futuro no muy lejano, una forma de salvaguardar la propia libertad. O lo que quede de ella. Uno de los poetas más oscuros, desde el punto de vista formal, pero más luminosos que he leído, Nichita Stanescu, escribió: “Todo es sencillo, tan sencillo / que acaba siendo incomprensible”. Como nacer, amar, morir. Así comienzan a menudo las verdaderas aventuras, con alguien mirando fijamente las cosas que nos son más familiares hasta desconocerlas. Y a esto, a lo contrario de lo que propugna cualquier fundamentalismo -que todo parece muy complejo, pero en realidad es muy simple- es a lo que invita la buena poesía. Por mi parte, les invito a aceptar la invitación, aunque, para ser del todo sincero, no les arriende las ganancias.

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