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Arte de envejecer

Desde los tiempos de Cicerón, que fueron los últimos de la República romana, en vísperas del Imperio y del inicio de la Era, la esperanza de vida ha aumentado de un modo espectacular, pero muchas de sus consideraciones sobre la vejez, recogidas en el célebre De senectute, han conservado esa vigencia casi sobrenatural que distingue a los autores clásicos. A ellas vuelve uno de los más lúcidos y comprometidos representantes del filohelenismo contemporáneo, el escritor y cineasta Pedro Olalla, para plantearse qué ha cambiado desde entonces y cómo vemos o deberíamos ver a nuestros ancianos, qué es lo que realmente caracteriza a la llamada tercera edad -calificada hoy como categoría improductiva, por ello vergonzante- y cuál es el papel que podría desempeñar en una sociedad más desprejuiciada, justa e igualitaria.

La originalidad del enfoque de Olalla radica en la extensión de su asunto al ámbito de la política y en particular a la práctica de la democracia, que habría perdido la radicalidad y el vigor de la idea griega original para envejecer -ella sí- de mala manera. A este respecto sus reflexiones entroncan con las desarrolladas en el ensayo Grecia en el aire (2015), donde como aquí defendía la necesidad de arrebatar el ámbito de las decisiones a los poderes financieros para devolvérselo a los ciudadanos, recuperando el sentido prístino de una forma de gobierno que sólo por inercia seguimos llamando democrática. De un lado, pues, como apuntó el mismo Cicerón, las dificultades de la vejez no provienen tanto de la edad como de la actitud, de modo que cabría pensar en un ars senescendi, inseparable del "buen vivir", como empeño ético. De otro, y sobre todo, desde el punto de vista de la comunidad, dicho empeño tendría una dimensión política. Es mentira que los viejos, estigmatizados como clase pasiva, dependiente y parásita, no sirvan para nada. No son los años, sino la precariedad, lo que los condena a la exclusión. Prescindir de ese valiosísimo capital humano equivale a un suicidio colectivo.

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