Cultura

Arte de retratar

  • Andrea de Chirico, escondido bajo el seudónimo de Alberto Savinio, propone un conjunto de semblanzas entre la inventiva y la alegre erudición

Dice Momigliano, el gran historiador del mundo antiguo, que a los historiadores clásicos (Heródoto, Polibio, Dionisio de Halicarnaso, Tito Livio), no les interesaba el género biográfico, sino el trepidar de las armas y la fluctuación política. Con lo cual, el arte de Plutarco, o las antiguedades de Varrón, quedaban extramuros de la ciencia histórica, y sólo con las Vidas de Vasari y de Van Marden, ya en el XVI-XVII, las biografías adquirirán cierto valor histórico, al modo de retratos del natural o de apretados resúmenes de una época. No es casualidad, por tanto, que tras el nombre de Alberto Savinio, el autor de esta magnífica obra, se esconda el pintor y escritor (y músico) Andrea de Chirico, hermano del más famoso Giorgio, y ambos practicantes de un surrealismo de matriz clásica, en el que la sombra ambulatoria de los sueños viene clarificada, de algún modo, por la nitidez y el orden de la Antigüedad pagana.

Esta afinidad con el mundo clásico viene corroborada no sólo por el nacimiento de Chirico en tierra ateniense, sino por su obra pictórica, ya mencionada, así como por la formidable erudición, de naturaleza festiva, que Savinio/Chirico ofrece generosamente en estas quince biografías o estampas, de irreprochable y deslumbrante escritura, y en las que se encapsula, con rara efervescencia, todo ese mundo previo a las vanguardias, y que aún pervive en ellas a manera de rémora, de vestigio pueril, de tenue iridiscencia. A excepción de las estampas dedicadas a Stradivari, de Nostradamus y a Bombasto (léase Paracelso), el resto de retratados ocupan esa franja que va de la mitad del XIX a primeros del XX, donde fermentarán tanto la fiebre romántica y la umbría simbolista, como el temblor patriótico que sacude a Europa, aupados ambos sobre el recuerdo de la piedra venerable que fabuló Winckelmann y rescata Schliemann en el solar troyano. En ese mundo, preludio de la irracionalidad vanguardista, alentará la música de Verdi, el cientifismo de Verne y la pintura solemne de Arnold Böcklin. También el patriotismo de Cavalloti, de Venizelos, de Mabili y de Collodi. En última instancia, a todos ellos se deberá, como decantación espontánea, tanto el erudito imaginismo de Apollinaire, conmovedoramente glosado por Chirico, como la trágica ventura de Isadora Duncan, que se soñó giróvaga y pagana en el país de Whitman. En cualquier caso, es en esa hora donde se yergue un raro danzarín, víctima del mito del laberinto: Cayetano Bienvenida, muerto en el ruedo de Talavera.

Hay que aclarar, no obstante, que la escritura vibrante, musical, segura y malintencionada de Andrea de Chirico no tributa tanto al viejo fedatario Vasari, o a los elogios bonapartinos de Stendhal, como a dos criaturas marginales de la dulce Francia: el primero, su admirado amigo Apollinaire, que en La Roma de los Borgia y en El Heresiarca y Cía., acomete un cierto biografismo imaginativo, de compacta y alegre erudición, donde la cultura clásica y el saber levítico vienen ahormados ya por una intención irónica y mordaz, de naturaleza disolvente. En cuanto al segundo, al ignorado Marcel Schowb, digamos que sus Vidas imaginarias, que tributan a su vez, lejanamente, a las "fantasías a la manera de Rembrandt y Callot" del Gaspard de la Nuit de Aloysius Bertrand, son un delicado juguete cultural donde la veracidad del dato y la gravitación del mito se confunden en una literatura rauda, precisa y deslumbrante. De este linaje, a un tiempo fantástico y exacto, proceden las estampas rítmicas, de fuerte lirismo, compuestas por Chirico. No se trata, por tanto, de un registro exterior, de una verdad epidérmica, sino de aquella verdad abrasadora y latente, no sujeta a norma, que soñó el surrealismo.

Digamos, para terminar, que el ojo pictórico de Chirico, que la ondulación musical de su escritura, no hacen sino fortalecer la impresión de realidad que se deriva de sus retratados. Una realidad que afluye por los intersticios del personaje y que de algún modo lo supera, lo adivina y lo completa. La extremada inteligencia de Chirico reside ahí, en esa adivinación del genio donde el genio permanece opaco, inexpresado, ciego para sí mismo.

Contad, hombres, vuestra historia

Alberto Savinio. Trad. José Ramón Monreal. Acantilado. Barcelona, 2016. 384 págs. 24 euros

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