Cultura

Diario de la muerte

  • El fallecimiento de Imre Kertész ha coincidido con la aparición en España de su última obra, considerada por el Nobel como su testamento literario.

LA ÚLTIMA POSADA. Imre Kertész. Trad. Adan Kovacsics. Acantilado. Barcelona, 2016. 296 páginas. A la venta desde el miércoles día 6.

Enfermo desde los comienzos del siglo, Kertész había afirmado que La última posada, cuya publicación original data de 2014, sería su libro postrero, la definitiva despedida de un anciano que se aferraba a la escritura para combatir las injurias de la edad, el sufrimiento físico y sus efectos en el ánimo declinante, puesto que "todas las enfermedades son enfermedades del alma o se convierten en enfermedades del alma". Sabemos por su traductor al castellano, el chileno Adam Kovacsics, que pese a sus severas limitaciones Kertész aún pasaba a limpio otras notas referidas a los diarios de los años noventa, probable objeto de una recopilación póstuma, pero de momento este libro, que compuso con la ayuda de su amigo y colaborador Zoltán Hafner, cierra el telón de una bibliografía imprescindible en la que el excautivo de Auschwitz o Buchenwald abordó la materia del Holocausto desde una perspectiva insólita, renunciando al testimonio directo en aras de una narración objetivada sin espacio para el sentimentalismo, pero también las consecuencias perdurables de la dominación soviética o en general la pulsión deshumanizadora -vigente bajo otros rostros- de la cosmovisión totalitaria.

Por su contenido abiertamente autobiográfico, La última posada puede relacionarse con entregas anteriores como Diario de la galera (1992) o Yo, otro (1997) -también con el Dossier K. (2006) o las Cartas a Eva Haldimann (2009)-, todas ellas disponibles, como la mayor parte de su obra, en Acantilado, cuyo editor apostó por la obra de Kertész poco antes de que fuera universalmente reconocida. Estructurado en cinco partes, el volumen alterna dos de apuntes, "Secreto a voces" y "El jardín de las trivialidades", con las dos redacciones -primer y segundo intento- del relato que da título al conjunto, al que se suma un brevísimo "Óbito" que cierra el libro y el itinerario de Kertész. Tanto las notas sin fechas de los diarios, sin embargo, correspondientes al periodo 2001-2009, como las variaciones narrativas de "La última posada", que en realidad son dos relatos distintos, aparecen vinculadas por recurrencias literales o alusiones al proceso de composición, desprenden el mismo tono crepuscular y se refieren a un único sujeto, el escritor disminuido que enfrenta en compañía de su segunda mujer, Magda, también enferma, las postrimerías de una vida que se resiste a dejar de ser vivida.

Ha escrito Kovacsics que Kertész insistía en considerar La última posada como una novela -"malograda", concede él mismo-, pero lo que leemos es más bien el armazón del que podría haber surgido, compuesto por los dos fragmentos narrativos citados y las anotaciones de senectud -"un diario de la muerte"- donde Kertész consigna su fracaso, vinculado al de otro proyecto -El solitario de Sodoma, la "novela de Lot"- al que se refiere en varios momentos y del que apenas queda la idea que apunta al protagonista como un hombre puro, sin esperanza, asimilable a la figura de los disidentes o los apátridas. La primera versión de "La última posada" muestra a una pareja de ancianos -ella se llama Cynthia, como la mujer de Koestler, al que se menciona entre los "parientes espirituales"- que sobrellevan, como el matrimonio Kertész, la decadencia derivada de la enfermedad, entre la resignación a sus estragos y la tentación del suicidio. La segunda es un monólogo que el autor pone en boca del "doctor Sonderberg", que discurre -"de forma un tanto nebulosa"- sobre los mismos temas que atraviesan todo el libro, la vejez, la extinción, los planes inconclusos. "¿Para qué sirve este cuaderno de bitácora?", se pregunta Kertész, que en los diarios propiamente dichos da cuenta de sus trabajos de esos años -Liquidación, la versión cinematográfica de Sin destino, Dossier K.- o de sus devociones literarias -Kafka, Mann, Celan, Améry-, de los viajes o de los requerimientos que a partir de la concesión del Nobel (2002) se hacen tan frecuentes como molestos, por causa de una "popularidad repugnante, ridícula y agresiva". A menudo se refugia en la música o vuelve a algunos de sus temas fundamentales, la Shoah, la conflictiva relación con su país natal, el judaísmo, el desarraigo o la crisis de la conciencia europea.

Obra tentativa o incompleta, a ratos oscura, como redactada con el esfuerzo que de hecho le costó alumbrarla, puede que La última posada no sea, como quiso Kertész, la "culminación" de su trabajo, pero testimonia de modo conmovedor el empeño del autor por aprovechar hasta el último aliento para proseguir su tarea. Algo hay en sus páginas de reivindicación personal, sólo relativamente paradójica en un escritor que recibió al final de su vida grandes reconocimientos -y despiadados ataques- pero no logró sino a ratos la paz de espíritu, sin duda marcado por la condición de víctima. Doliente y amargo, sombrío o incluso -dice él mismo- "demasiado" sombrío, Kertész conserva la lucidez y una especie de raro vitalismo -Sonderberg habla de "cínico amor por la vida"- que se impone al cansancio, la extrañeza o la desesperanza. Logró sobrevivir y no será él quien ponga fin a sus días, aunque la idea le ronda la cabeza. En la última anotación del "Óbito", colofón de toda una trayectoria, se reafirma, emancipado del asedio exterior: "Siempre he tenido una vida secreta, y siempre ha sido la verdadera".

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