El fatal destino de Roma | Crítica

El ejército invisible

  • 'El fatal destino de Roma' es la última expresión de una nueva forma de hacer Historia que incluye, como factor determinante, las variación del clima y sus implicaciones sociales

El profesor de la Universidad de Oklahoma Kyle Harper.

El profesor de la Universidad de Oklahoma Kyle Harper. / D. S.

Por un error muy comprensible, se ha querido vincular esta obra del profesor Kyle Harper con el empeño dieciochesco de Edward Gibbon y su formidable Decadencia y caída del imperio romano. Gibbon es, probablemente, el nombre más destacado, el busto más venerable de la historiografía imperial, y de ahí la comparación elogiosa. Pero ni en Harper existe una ambición de totalidad, como se evidencia en las páginas del historiador británico, ni tampoco su obra viene supeditada a un orden, digamos, pedagógico.

Quien quiera conocer la historia de la Roma antigua habrá de acudir a otros manuales (el mencionado Gibbon, Mommsen, Kovaliov, Grimal... Y así hasta llegar, por ejemplo, a la divertida Historia de Roma de Montanelli), cuya vocación es precisamente ésa: la de ordenar el conocimiento de un vastísimo periodo. En El fatal destino de Roma nos encontramos ante una empresa de distinto orden, cual es la documentación del influjo climático y el concurso de las enfermedades en el mundo de la Antigüedad romana.

Esto supone una doble novedad. Una novedad no tan nueva, como es el uso intensivo de datos arqueológicos que tanto admiró a Momigliano el siglo pasado, y una novedad temática, al incluir el clima como un factor esencial en el devenir de la aventura humana. Probablemente, fue La pequeña Edad de Hielo de Fagan (2000) el libro que inició este modo de abordar la Historia que ponderaba, de modo expreso, la meteorología cambiante del planeta, así como sus consecuencias inmediatas: hambrunas, epidemias, sequías, etcétera.

Pero es El siglo maldito de Parker el que, acaso, haya llegado más lejos en la utilidad histórica de tales estudios, mostrando la estrecha relación del clima -del mal clima, cabría decir- con las turbulencias políticas y sociales del siglo XVII. Esto mismo es lo que hace Harper, aplicado a la Historia antigua, con la dificultad documental añadida que ello supone. No obstante, en todas estas obras se expresa con claridad una cuestión que quizá pudiera llevar a equívocos: las fuertes variaciones climáticas que ha sufrido el planeta durante miles y miles de años dependen de factores externos a la voluntad humana. Y sólo una pequeña fracción, en absoluto irrelevante, es la que el hombre puede modular en su lucha contra el cambio climático que hoy, juiciosamente, hemos emprendido.

Portada del libro. Portada del libro.

Portada del libro. / D. S.

¿Cuál es, pues, la tesis que Harper expone aquí? Por paradójico que parezca, la tesis de El fatal destino de Roma excluye la fatalidad y huye del determinismo que embaraza a la palabra destino. Con mayor sensatez, Harper hace un recorrido por las variaciones climáticas y alimenticias del imperio, así como por el historial de enfermedades que afligió al Mediterráneo en aquellos días, empezando por la peste antonina del siglo II y terminando por las sucesivas plagas que afectarían a Europa a partir de la Antigüedad tardía y la Alta Edad Media.

Lo interesante es que, según Harper, estas enfermedades, esta capacidad pandémica, se debieron a la propia estructura imperial, que conectaba todo el mundo conocido por tierra y mar. Pirenne, en Las ciudades en la Edad Media, recuerda que no es hasta el siglo X cuando se recupera el pulso de las ciudades, gracias a la derrota de los musulmanes y a la reanudación del comercio. En ese mismo sentido, Gregorovius subrayaba que la desaparición de obras de la antigüedad pagana se debió a la escasez de papiros que abrumó a los copistas (el Islam había cerrado el comercio con Egipto), de modo que reutilizaron a Platón y a Tácito para escribir, con minucia, sus oraciones. Pero eso fue luego. El comercio de Roma llegaba a la India y a la China a través del Mar Rojo, y recababa del África cereales, animales y esclavos. Y había infinidad de caminos que, partiendo desde el foro, llegaban a las nieblas de Britania y Germania, o a las ásperas soledades de la Lusitania.

Esa fue, según Harper, la vía por la que se transmitieron dos fenómenos que distinguen a Roma: la civilidad y las enfermedades contagiosas, que las ciudades propiciaban con su hacinamiento. En ese cruce de adversidades políticas e imponderables clínicos (la plaga como un ejército invisible) es donde Harper nos presenta una Antigüedad poco visitada. Y debe decirse que el modo en que se ordenan los datos, y la forma en que se auscultan los sedimentos de un ayer muy remoto, abren un acceso inopinado y fascinante "a las naciones de lo pasado y los pueblos de lo pretérito", cuyo conocimiento sólo le era permitido a Alá, como se nos recuerda al comienzo la Historia de Alí Babá y los cuarenta ladrones.

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