De libros

Historia testimonial del Siglo de Oro

  • El hispanista británico Robert Goodwin explora la España del XVI y XVII en un entretenido e inusual libro de estructura dramática y coral.

ESPAÑA. CENTRO DEL MUNDO, 1519-1682. Robert Goodwin. La Esfera de los Libros. Madrid, 2016. 632 páginas. 25,90 euros.

El oro que apellida al siglo del esplendor de España y su equívoco espejeo en la imaginación de los artistas y escritores de la centuria barroca delimitan la cronología de este libro de Robert Goodwin que se da a conocer entre el público español después de una buena acogida en Inglaterra. Teníamos ya olvidado el vibrante estilo de Ford Madox Ford en la Quinta Reina. La lujosa recreación de Constantinopla que debemos a la pluma de Philip Mansel. La trabada armonía de historias personales que logra Steven Runciman con su Historia de las cruzadas. Y hay un eco de todos estos maestros de la narración histórica británica en las páginas de este joven escritor londinense. Pero no una deuda.

El estilo de Goodwin se acerca más a la divulgación francesa en aquellas páginas que no nos cansamos de releer de La España del Siglo de Oro de Bartolomé Bennassar y parece inspirarse en ella en los capítulos que dedica a los letrados y a los santos. Del mismo modo que entre nuestros historiadores nos ha recordado al modernista Manuel Fernández Álvarez en su mejor biografía: Carlos V. El César y el hombre. En otro sentido, cuando enfrenta dramáticamente las semblanzas de Garcilaso y Alba, Góngora y Quevedo, Olivares y Don Juan, la melodía nos lleva más atrás, hasta el gran escritor austriaco (también de temas históricos) Stefan Zweig.

Pero insistimos, Goodwin tiene su propia técnica. La clave estriba en contar la historia a través de una serie de testigos oculares, muy bien escogidos, ya entre los magnates de la corte, ya entre los soldados y los artistas. Como si quisiera así homenajear el precepto humanista de la historia testimonial y verdadera. Pero Laso, el desengañado héroe de los comuneros que abrazó el bando realista, nos lleva de la mano por los primeros tiempos convulsos de la era de la caballería, introduciéndonos a Garcilaso que nos acompañará en las guerras del Imperio, hasta que toma el relevo el III Duque de Alba, valeroso caballero que terminará enfangado, ya al rozar la edad provecta, en la ciénaga de Flandes.

Al servicio de esta técnica compositiva, dramática y coral, están las cartas y los parlamentos, empleados en dosis justas para ilustrar un argumento o una idea. El Emperador habla solemnemente en la Dieta de Worms (1521) y Robert Goodwin nos recuerda que esta intervención marcó un punto de inflexión en la práctica del poder que desde entonces identificará obediencia política con fideísmo religioso. Otro botón de muestra: en el claustro de san Gregorio de Valladolid dirimen sus teorías sobre la guerra justa Las Casas y Sepúlveda. Y el lector comprende en pocas páginas muy bien escritas lo esencial de la controversia sobre la actuación de los españoles en las Indias.

El oro de los tesoros americanos y del traje de brocado que usó para su boda Isabel de Portugal, dan paso en la segunda parte de la obra a su resplandor en los escritores y artistas del siglo XVII. La estrategia narrativa cambia ligeramente, desplazando el acento de las personas a sus creaciones. Las rivalidades de la corte se explicarán más que por la experiencia patente (referida por testigos) por la vivencia transfundida y recreada en la imaginación.

No en vano ésta es ya la república de hombres encantados de la que hablaba el arbitrista Cellorigo, de modo que El Quijote de Cervantes o las Soledades gongorinas, comentados con habilidad como hace Goodwin, pueden arrojar más luz al lector sobre el problema de la decadencia que muchos libros de historia. Casi tanta como la que se desvela en los claroscuros y visajes de la pintura barroca del Siglo de Oro. Pues saber mirar un cuadro de Zurbarán y que nos conduzca, a partir de su fundamento iconográfico, a una reflexión sobre la monástica, es una rara virtud de este inusual libro. Como lo son igualmente las observaciones que dedica el autor a la estética de la recepción que Velázquez tuvo muy presente en sus bodegones para crear la ilusión envolvente y la mágica intimidad de este tiempo del alarde y del arte.

No quisiéramos terminar estas líneas sin destacar la pulcritud documental de Goodwin. Su conocimiento de la historia, disciplina en la que se doctoró en Londres, no sin antes cursar asignaturas en Sevilla y Granada, amén de su amplia cultura literaria, hacen de esta obra una atractiva propuesta veraniega que agradará al desocupado lector.

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