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Lírico Agamben

  • El filósofo italiano reúne en este volumen una serie de penetrantes artículos sobre la literatura de su país.

El filósofo italiano Giorgio Agamben (Roma, 1942).

El filósofo italiano Giorgio Agamben (Roma, 1942).

Arqueología y paradigma, penetrar hasta el fondo en busca de unas esencias que sustituyen el prestigio de lo cronológico por el esplendor de lo inesperado. Ésta podría ser una definición, algo cursi y ramplona, del quehacer filosófico de Agamben en general y, en particular, en esta ya famosa gavilla de artículos sobre poesía y literatura italiana que en principio debieron alimentar una revista que Italo Calvino y Claudio Rugafiori preparaban para Einaudi y que la muerte del primero condenó al limbo. Se persigue en estas páginas "la esencia pensante de la poesía y la poetizante del pensamiento", y a esa tarea se dedica feliz el lector, a celebrar los paralelismos que existen entre el empeño lírico -ahí donde sonido y sentido se disocian para luego asociarse en una nueva coyunda- y el despliegue de una fina erudición que desmonta tópicos y vuelve a nombrar las cosas con justeza.

Este montaje radical de antiguo y moderno se actualiza en artículos diversos, escritos a lo largo de décadas, y donde la figura primordial de Dante deja de presentarse como un tótem ante el que postrarse para adquirir la vibración de una fuerza motora, un vendaval oblicuo que aglutina toda la fértil conflictividad de la expresión poética. Así, si Agamben abre el libro con un extenso y apabullante texto sobre la naturaleza cómica del inaugural poema dantesco, lo cierra con una breve semblanza autobiográfica que rememora a la escritora y amiga Elsa Morante, puede que una isla trágica dentro de la tradición literaria que se desgaja de La Divina Comedia. Puesto uno al lado de la otra, el filósofo no resulta frívolo o chocante al reunir ambas figuras, sino que logra iluminar pasajes de extrema sutileza: Dante representa el giro antitrágico porque supo dar forma poética a una intención profunda de la Antigüedad, la posibilidad cómica que la pasión de Cristo había abierto para el hombre, que sumaría a la persona trágica (máscara teatral), nuevas nociones de responsabilidad moral y jurídica. El delicado relato de este tránsito mítico de la culpa natural trágica a una culpa personal cómica le sirve años después a Agamben para en un puñado de frases -montaje de atracciones- acercarse al corazón de la obra de Morante cuando la vida de la amiga se encaminaba a una tragedia innegable.

Dante es el espíritu transversal cuya mano toma Agamben para volar entre épocas. No se trata sólo de que simbolice la explicación de la esencial pertenencia de la literatura italiana a la cultura cómica, también personifica el conflicto entre lengua culta y lengua vulgar que más tarde desembocaría en la oposición entre lengua muerta y viva, que presenta una inversión fundamental para la poesía: si en Dante la lengua vulgar corresponde a la materna, mientras que la culta es la propia del saber y la gramática, más tarde el latín ocupará desde la ultratumba el lugar de esa lengua original cuya desaparición propició el nacimiento de las otras. Pascoli, el gran poeta del XIX, le sirve al filósofo para advertir las fricciones y parentescos entre la lengua muerta y la lengua de los poetas, pues tanto una como otra sirven para pensar y poetizar desde la experiencia de la palabra necesitada de resurrección.

Lo valioso del lento devanar de sus doctas madejas intelectuales corresponde a la manera, ya única, en que Agamben amplifica sus pormenorizados y selectos análisis para llegar a bellísimas consideraciones sobre la poesía como un doble recorrido tensionado: uno que encamina la lengua al sentido y que desembocaría en la prosa y otro que, de la inteligencia a la palabra, tendría como fin el sonido. Junto a variadas reflexiones en torno a este frágil matrimonio entre lo lexical y lo gramatical a partir de obras concretas, El fin del poema contiene dos extraordinarias acrobacias que esquivan lo monográfico. En una de ellas, El torso órfico de la poesía, el filósofo cuestiona las apresuradas consideraciones sobre el carácter elegíaco del legado poético del XX en detrimento de una tradición órfica, del himno celebrativo, exangüe. Agamben resalta sin embargo que es en la contaminación de ambas tradiciones donde luce lo mejor del siglo, ya en Rilke, que camufla himnos en elegías, ya en Hölderlin, que canta a dioses y semidioses para despedirlos en elegías en forma de himnos.

De la otra el libro toma su título, El final del poema, y en ella Agamben, que ha cifrado la clave de la poesía en el roce entre lo métrico y lo semántico, pasa a reconocer en el encabalgamiento el criterio único para distinguir poesía de prosa; de lo que se deduciría que el último verso de un poema, donde esto no es posible, no es un verso: corte abrupto, decadente, que Proust y Benjamin sintieron ante el cierre de algunos poemas baudelairianos. Para salir de este "estado de emergencia poética" en el que sonido y sentido amenazan con coincidir, Agamben vuelve a la enseñanza de Dante, quien escribió sobre la lenta caída de los versos en el silencio. En esta regla según la cual un verso suelto parece apoyarse en los que inminentemente le siguen, estos sí rimados, para abismarse de la mano en el silencio, encuentra Agamben un inmejorable precedente para entender cómo la poesía puede dejar en un suspenso sin fin su doble intensidad de sonido y sentido logrando que la lengua pueda por fin comunicarse a sí misma.

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