Política de los actores | Crítica

Decirlo todo con el gesto

  • Athenaica y Serie Gong co-editan el ensayo del crítico y cineasta Luc Moullet sobre los cuatro grandes actores del Hollywood clásico, un tratado sobre la interpretación como forma y sello de autoría 

Co-edición entre Athenaica y Serie Gong, Política de los actores, del crítico y cineasta francés Luc Moullet, ve al fin la luz en castellano después de su edición original francesa en 1993 (Cahiers du Cinéma), un título fundamental y único en su especie que otorga con rigor entomológico (película a película, escena a escena, plano a plano, casi gesto a gesto) no exento de sentido del humor, un lugar justo, preciso y necesario al análisis de la interpretación como pieza angular tantas veces olvidada, arrinconada o maltratada por la crítica, y reivindicada aquí no sólo como parte esencial y fundadora del estudio del arte cinematográfico, sino como pilar capaz de sostener toda una teoría en torno a determinados actores como verdaderos constructores y vectores de sentido de una obra equiparable o incluso superior (en calidad y volumen) a la de cualquier cineasta de renombre.

Estamos, por tanto, ante un ensayo que reivindica a los actores y su oficio, pero no a cualesquiera, sino a los cuatro más grandes del Hollywood clásico con permiso de Fonda, Mitchum, Bogart, Peck y algún otro, a saber, Gary Cooper, John Wayne, Cary Grant y James Stewart, como autores en sí mismos más allá de los directores (los mejores, sin duda) para los que trabajaron a lo largo de las tres décadas gloriosas (de los 30 a los 60 del s. XX) de un cine irrepetible en su concepción industrial y en sus formas narrativas y estilísticas. Cuatro estrellas conservadoras previas a la irrupción del actor de método (Brando, Dean, Clift y compañía) que cambió la perspectiva sobre la actuación cinematográfica para contaminarla de sesgos intelectuales, psicologistas y teatrales, que fueron moldeando y perfeccionando su manera de actuar, de ser presencias en definitiva, en un cine popular y de género que definía y esculpía sus gestos con la autonomía y la singularidad propias de un arte nuevo y moderno, verdaderos maestros de la sobriedad, del menos es más y el underplaying en un oficio en el que siempre se ha tendido a valorar más, no digamos ya a premiar, el overplaying.

Moullet pone así su mirada atenta y prolija en la corporeidad, la gestualidad, los movimientos en el plano y en la escena, su relación con el espacio, los otros intérpretes y los objetos, los pequeños detalles, tics y maneras moldeadas a lo largo de sus respectivas carreras, y nos da a ver y apreciar el cine clásico norteamericano desde una perspectiva insólita, esa que es construida desde los cuerpos singulares que protagonizaron algunas de las mejores páginas de su historia. Y lo hace sin mitología alguna, muy lejos de los recorridos biográficos (apenas unos apuntes sobre la bisexualidad de Grant como elemento clave para descifrar los juegos con la ambigüedad de buena parte de sus personajes) o de esas glamurosas vidas de estrellas que han poblado la bibliografía sobre el cine americano. A Moullet le interesa sobre todo qué hacen y cómo lo hacen, esas maneras que atraviesan y dan sentido, que construyen y solidifican el edificio de una carrera y que sueldan la relación entre actor y personaje hasta confundirlos.

Lejos de toda mitología sobre la estrella o el actor, a Moullet le interesa sobre todo lo que hacen y cómo lo hacen en pantalla

Así, de Gary Cooper destaca su condición de maniquí, su carácter de silueta y estatua, su escasez de movimientos y de palabra, su laconismo casi bressoniano, su discreción y sobriedad, su cualidad de superhombre invulnerable, sus silencios elocuentes o su imperturbabilidad ("como no hacía nada, podía hacerlo todo"), rastreables desde sus primeros papeles junto a Sternberg a sus trabajos para Capra, Hawks, DeMille, Lang, Vidor, Zinnemann o Wilder.

De John Wayne, su sobriedad, simplicidad e impasibilidad, su rol recurrente de cowboy generoso y hombre de acción, su coqueteo con la oscuridad, su presencia discreta y su perfil aquilino, su paso ágil y su andar levemente desequilibrado: Wayne es el actor de la vejez y el tiempo que pasa ("nunca fue joven y no deja de envejecer"), una vejez matizada y repartida entre Hawks y Ford, con la jubilación en el horizonte de sus personajes, un hombre que no quiere hacer uso de su fuerza sino volver a casa, "el héroe que ha envejecido pero que necesita aprender lo que es la dependencia".   

De Cary Grant, para Moullet el más grande de la historia, destaca su ambigüedad, su gusto por el travestismo y el doble juego (sexual), su apariencia constante a lo largo de más de 30 años de carrera, su dualidad y su desbordante gestualidad desglosada en grandes figuras: el canguro, lo gimnástico, la oblicuidad, el alejamiento de la mirada, el iris en el desierto, el prestigio de lo oculto, el sombrero, el zoomorfismo, lo coral...      

Y de James Stewart, finalmente, héroe capresco, violento y despiadado en los westerns de Mann, pasivo hitchcockiano o cínico fordiano, desentraña las formas para construir a ese eterno soñador cándido e indolente, sus imperceptibles aunque esenciales movimientos de manos (Moullet es capaz de hacer un exhaustivo catálogo extraído de La ventana indiscreta), su voz nasal y trémula, su locuacidad, sus balbuceos y tartamudeos que lo acercan al hombre promedio, humano, torpe e imperfecto ("Stewart es el hombre tal cual es, Cooper, el hombre como debería ser") o su fluidez para moverse en los planos largos.