De libros

Siempre, quizá cerca

  • Eludiendo la arrogancia y sin fuegos de artificio, atento a las emociones íntimas, Eduardo Flores entrega una inquietante historia apocalíptica

Eduardo Flores (Cádiz, 1981), retratado con una de sus novelas anteriores.

Eduardo Flores (Cádiz, 1981), retratado con una de sus novelas anteriores. / jesús marín

Tal vez es demasiado tarde para encontrar un lugar en el que sentirse seguro, a salvo de amenazas e indeseables interferencias en nuestra privacidad. Quizá sea demasiado tarde para ser parte de la Tierra, para encontrar el equilibrio con la naturaleza, para volver a ser lo que fuimos en un pasado, ahora sí, remoto: seres completos, partes de un todo. Quizá sea demasiado tarde para casi cualquier cosa, se plantea Eduardo Flores en su tercera novela, Lejos y nunca, en la que imagina un ámbito que podríamos adscribir a la ciencia-ficción si no fuera porque todo lo que cuenta puede parecernos terriblemente cercano, si no fuera porque los personajes que toman cuerpo en esta historia nos resultan demasiado inmediatos. No es difícil imaginar sus rostros ni tampoco cambiar sus nombres por los de personas conocidas. Resulta fácil reconocernos en ellos.

¿De qué huyen Vera, Pablo, el joven Diego y el pequeño?, los protagonistas de Lejos y nunca? Son una familia que lucha por permanecer junta y a salvo, por sobrevivir en una sociedad quebrada y hostil. Existe para ellos una amenaza concreta: una guerra reciente, total e inasible; una guerra moderna, global, desesperada. Resulta difícil desentrañar el rostro de malos y buenos. No es tan sencillo definir dos bandos contrapuestos. Una contienda que nos remite también a cualquier enfrentamiento armado presente y futuro porque -parece decirnos el autor- la injusticia es siempre la misma y va siempre contra los mismos: los diferentes, los que menos tienen, los que siempre pierden.

El autor reflexiona sobre nuestra escasa capacidad para tomar las riendas de nuestro destino

Flota en el aire de esta historia un hálito de desesperación, de apaciguado e inquietante desengaño. Pero hay otra amenaza latente, la que nace en el corazón de los dos adultos -Vera y Pablo-, su propia y particular contienda, que los aleja irremediablemente, que los acerca ante la adversidad, que los vuelve seres huraños. Ella, periodista desencantada, agarrada a sus lápices y cuadernos como a un clavo ardiendo, asida a sus libros, náufraga. Él enredado en sus propias disquisiciones, lejos de su forma de estar en el mundo, desposeído de su conciencia de ser pensante, de investigador y profesor, impelido a convertirse en jefe de la manada, guardador de secretos, empapado de miedo.

Eduardo Flores describe este mundo apocalíptico eludiendo la arrogancia, desdeñando los fuegos de artificio. Le interesa, sobre todo, la esfera de las emociones íntimas y las descripciones sosegadas de un paraíso inseguro: el bosque en el que se refugia la familia protagonista. La posibilidad de volver a la naturaleza como reducto de vida plena está muy presente en esta novela. También el poder de los libros y de la escritura para conformarnos como seres humanos dotados de capacidad de decisión, críticos y también, por qué no, desdichados y rechazados por una sociedad que apuesta por la uniformidad, que se recrea en la zafiedad.

La naturaleza es tal vez el único escenario de redención posible. El autor se entretiene en desenredar los secretos de la selva mediterránea, el bosque primigenio, el alcornocal adusto y soñoliento, cuajado de helechos, techado de cerradas frondas. Se esfuerza en definir un mapa surcado de arroyos y veredas, reconocible, hermoso y cruel al mismo tiempo. Es este bosque, aventado por el aire salino del mar no muy lejano, paraíso del niño pequeño, que tiene la oportunidad única de aprender con la propia experiencia, aprovechando cada resquicio del día para asir la vida con los ojos muy abiertos. Es para el joven adolescente, Diego, un lugar de pesadilla, por más que los pájaros cada mañana pongan una nota de estridente melancolía con su canto incansable. De una parte la belleza, de otra el miedo; de un lado la esperanza, del otro la añoranza de otra vida en una casa cómoda y caliente a la que sospecha que no ha de volver. Es el bosque para los adultos inevitable prisión, desposeídos de la inocencia de la forma más cruel posible, obligados a no soñar un mañana para sus hijos.

Es ésta una novela que plantea inquietantes interrogantes sobre nuestra escasa capacidad para tomar las riendas de nuestro destino, sobre la fácilmente quebrantable paz social a la que nos atenemos como último reducto. Lejos y nunca nos reafirma en la convicción de que el extraño equilibrio en el que nos movemos siempre está a punto de deshacerse, nos recuerda la necesidad de salir del letargo, de tomar posiciones, cada uno desde su particular esfera, de mantenernos alerta. Flores plantea una amenaza creciente, se posiciona en un escenario que puede parecernos futuro, aunque siempre esté sucediendo en algún lugar, no tan lejos.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios