Viajes fabulosos. Entrega I

Aquella Luna de antaño

  • Comenzamos esta serie sobre excursiones inauditas con un repaso a las incursiones pretecnológicas en el otrora poético y misterioso satélite de la Tierra

Reproducción parcial de una de las ilustraciones de Doré para el 'Orlando furioso' de Ariosto.

Reproducción parcial de una de las ilustraciones de Doré para el 'Orlando furioso' de Ariosto. / D. S.

Hace ahora exactamente 50 años que los televisores nos mostraron que la Luna es un yermo polvoriento y sin pavimentar, por donde hombres vestidos de buzo tantean a oscuras. Sin embargo, esa imagen de derribo no tiene mucha edad: antes, poco antes, nuestro satélite era un lugar misterioso, ambiguo, abierto al prodigio y la maldición, dotado de un enigmático prestigio al que no eran ajenos su mutabilidad (del blanco al negro y viceversa) y el hecho de que exista una zona de ella, su dorso, que permanece eternamente oculta a nuestros ojos.

Ello forjó el mito de la Luna como sede de lo imposible, de lo remoto, quimérico, fantástico, frágil: metáfora del ensueño, de la libertad inalcanzable a la que aspira un alma prisionera en la carne, fue el icono al que cantaron poetas de todas las edades y lenguas, e inspiró los versos de Leopardi y García Lorca y la delicada porcelana de Li Tai Po. También, y por eso abrimos con ella esta breve serie de excursiones inauditas, inspiró a los viajeros, de esos que, más que el cayado y la mochila, se arman para el camino con un cálamo y una buena provisión de tinta.

Los viajes a la Luna poseen cierta prosapia en la tradición clásica, pero el más sobresaliente que ha llegado hasta nosotros es el de Luciano de Samósata, retórico y polemista de infinita verborrea que vivió en el siglo II después de Cristo. Dentro de su ciclo de Historias verídicas (donde narra visitas al Olimpo de los dioses y naciones encontradas en los intestinos de una ballena), incluyó un periplo a la Luna que sorprende, igual que el resto de la colección, por su descaro y la pirotecnia de la imaginación.

Luciano llega a la Luna, una isla colgada en el cielo, después de que un vendaval arroje su barco a las alturas y los remeros lo impulsen durante siete días y siete noches; allí choca con hombres montados en buitres, que parapetados tras las murallas de nubes de sus ciudades se aprestan a combatir contra los ejércitos del Sol, comandados por Faetón. El censo de maravillas del otro mundo es profuso y salta con facilidad del milagro al disparate: los selenitas cambian de sexo, nacen de la tierra cuando sus testículos se cultivan como semillas y, al morir, se deshacen en el aire. Para Luciano, la Luna es el epítome de lo inaccesible, imposible de alcanzar: donde se admite toda fantasía, donde el relato puede desplazarse con entera soltura sin lastimar los escrúpulos del lector.

Porque en la Luna, tradicionalmente, reside la imaginación calenturienta de los artistas, de los visionarios, de quienes no se conforman con el aspecto material y aparente de las cosas. ¿No induce acaso la luz de la Luna a desarreglos del espíritu, no promueve el insomnio y la fiebre, no exacerba la melancolía y, en última instancia, convierte a los hombres en bestias, como testimonian los muchos casos de licantropía?

La Luna es, justamente, el hogar de los desquiciados, de los románticos, de los lunáticos. En ese sentido nos aparece en el extraordinario viaje de Astolfo en el canto XXXIV del Orlando furioso de Ariosto, que encandilaba a Italo Calvino. En el universo entre onírico y caballeresco en que transcurre la acción, no asombra que Astolfo, a lomos de un hipogrifo, se desplace al monte del Paraíso, y de allí salte, en el mismísimo carro de fuego del profeta Elías, hasta el blanco astro de la noche, donde le aguarda su trofeo más buscado: el juicio de Orlando, su pobre razón extraviada, dentro de una redoma. Porque, como aclara Calvino en su glosa al poema, "en el universo jamás se pierde nada. Las cosas que se pierden en la Tierra, ¿dónde van a parar? A la Luna. En sus blancos valles se encuentran la fama que no resiste al tiempo, las plegarias de mala fe, las lágrimas y los suspiros de los amantes, el tiempo perdido por los jugadores". Y el juicio de los alienados.

Pero, casi contemporáneamente al ascenso de Astolfo, tuvo lugar la profanación. A principios del siglo XVII, usando el antipático artefacto que acaba de inventar (o casi), Galileo está en condiciones de afirmar que la Luna es en realidad un pedazo de piedra, distinto sólo en envergadura de los muchos que pueblan las canteras de nuestro planeta. Se acabó aquel orbe cristalino, compuesto (dice Aristóteles) de una materia más sutil y como verdadera que la que podemos encontrar en la Tierra, y entre cuyos vapores y gasas los poetas podían situar sus anhelos perdidos: de pronto, la Luna se vuelve un territorio para la descalificación o la conquista.

Cuando, en 1608, Johannes Kepler redacta su Somnium Astronomicum y describe las costumbres ovíparas de las serpientes que habitan en su suelo (sólo salen de sus cavernas al atardecer), lo hará respetando los cánones de la crónica científica, como si hubiera sido un astronauta de primera mano, y dejará entender que el viaje que finge es del todo posible; algo en lo que le secundará, tres décadas más tarde, el polígrafo británico John Wilkins, quien en su Descubrimiento de un mundo en la Luna (1638) apila argumento sobre argumento con el fin de convencernos de que la Luna está compuesta de océanos y estepas como las de aquí abajo, dentro de los cuales, con toda probabilidad, existirán países habitados por selenitas, y que una travesía hasta sus orillas es más que practicable. Para cubrir la distancia, Wilkins preconiza el uso de una suerte de pájaro mecánico como el que Arquitas de Tarento hizo volar un milenio y medio atrás, fabricado de madera y cobre.

A la vez, la Luna degenera hasta servir de teatro al sarcasmo y la denuncia política. En una larga serie de obras satíricas que van desde El hombre de la luna de Godwin (también de 1638, con un astronauta español llamado Domingo González) hasta el Micromegas de Voltaire, pasando sobre todo por El otro mundo (1657), de Cyrano de Bergerac, el satélite sirve, al modo de la Utopía de More o la Persia de Montesquieu, como imagen en negativo sobre la que contrastar la estupidez, la tiranía, el abuso y la inutilidad de las instituciones europeas de su tiempo.

Si bien algunos detalles de auténtica fantasía resultan aún reconocibles, principalmente en el relato de Cyrano (con sus pantagruélicos selenitas de cuatro patas o aquellos espíritus invisibles como el demonio de Sócrates), el tablado está dispuesto para que la Luna se sume a ese conjunto creciente de fronteras por explotar que, poco a poco, a partir del siglo XVIII, irá empequeñeciendo el mundo en los mapas.

La Luna, como advierte Jules Cashford en un título de reciente publicación, ha perdido su sentido místico, lírico, de antaño y se ha convertido en una colina donde hincar banderas. Habrá que esperar al advenimiento de un nuevo género, la ciencia ficción (la novela de Julio Verne es de 1865), para que las tornas varíen en alguno de sus aspectos y la aventura y el vértigo vuelvan a emerger de la cara oculta: pero eso ya será, si acaso, la semana que viene.

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