Un andar sosegado. Paseos con Peter Handke | Crítica

Andar para aprender a andar

  • Caminar es, también, aprender en soledad, sostiene Miguel Ángel Ortiz Albero, quien en este estupendo libro reflexiona sobre la cuestión de la mano de la obra de Peter Handke

Miguel Ángel Ortiz Albero (Zaragoza, 1968).

Miguel Ángel Ortiz Albero (Zaragoza, 1968). / D. S.

En las novelas de Peter Handke sus protagonistas son andarines. Ensimismados o, más bien, demediados entre la percepción de la imagen y su punto de fuga, a menudo todos se pierden, como quien dice, por los cerros de Úbeda, un entorno que por cierto bien conoció el Nobel austriaco en sus andadas por España de finales de los 80 y primeros 90.

Asimismo, en sus célebres ensayos (como los dedicados al jukebox, al cansancio, al loco de las setas, al día logrado o al lugar silencioso), la ética de la marcha, de ese andar para aprender a andar, está presente como pálpito militante y se muestra indisociable de la otra ética de la mirada y, al cabo, de la educación del asombro.

Nos dice el escritor y artista plástico Miguel Ángel Ortiz Albero (Zaragoza, 1968) que con este libro no ha pretendido desentrañar en absoluto ni la obra de Handke ni hacer una semblanza intelectual del propio autor. Tan sólo ha querido que aprendamos a leer el andar de muchos de sus personajes, a ahondar en sus miradas, sosiegos y palabras o, simplemente, "a leer la posibilidad de un día logrado, leer los frutos de ese andar, incluso cierta epopeya de la duración. Sin más".

Obviamente, el lector de Un andar sosegado. Paseos con Peter Handke habrá de conocer la obra de uno de los grandes escritores vivos. Hay en el libro una parte de hermenéutica y otra de literatura comparada o, por mejor decir, del pasear comparado entre, por ejemplo, los protagonistas de La noche del Morava, La ladrona de fruta, El miedo del portero ante el penalti, Por la sierra de Gredos o La tarde de un escritor. Es obvio que en sus ensayos o en obras como Historia del lápiz, el personaje único es el propio Handke. Sus detractores le reprocharán por tanto cierto narcisismo, del que podríamos extraer algunos de sus aforismos ("Cada uno pena por sí mismo", "El pensador de instantes: sólo esto soy yo", "No comprendas a nadie, así pasarás por la vida sin ser molestado"). Más de uno suscribiría al menos esto último sin sentirse un narcisista.

Portada del libro. Portada del libro.

Portada del libro. / D. S.

Más allá de que Peter Handke resulte a veces pétreo o arisco, este libro de Ortiz Albero gustará a los lectores handkianos (que los hay, y muchos) y a todo aquel que guste disfrutar de autores que han hecho del paseo ocioso, de la caminata, una forma de redención purificante a través del detalle y la lentitud (Robert Walser, Thoreu, W. G. Sebald, Sergio Chejfec, etcétera). En el loco de las setas aprendimos que echarse a andar es echarse a mirar, lo que nos lleva a la tarea de la mirada, al ocio como trabajo del que hablaba Luis Cernuda: "Al menos mirada y palabra hacen al poeta. Ahí tienes el trabajo que es tu ocio: quehacer de mirar y quehacer del advenimiento de la palabra".

Como se decía, lo que propone Ortiz Albero es una inmersión particular en los caminadores y paseantes de las obras de Handke, para que de cada cual extraiga, si así lo quiere, una suerte de enseñanza, de forma de vida a partir de una brújula despreocupada y carente de puntos cardinales. Ni el destino, ni el centro de la ciudad, ni el corazón umbrío de un bosque, ni la luz por el este ni el oeste son un punto de llegada. El detalle nimio, lo insignificante, la inflorescencia de las señales ocultas, pero que están presentes, son el camino y una forma, en definitiva, de llegar a un lugar.

Caminar es, también, aprender en soledad. Nunca hay que caminar acompañados. Leyendo los andares de cada protagonista en los libros de Handke, Ortiz Albero extrae la conclusión que ya sabíamos, pero que quizá no habíamos sabido hasta ahora que la sabíamos. "Andar ocioso no significa no hacer nada. Recorrer los lugares de un lado para otro no es sino una forma de Adviento, de llegada, de vida, de lectura".

Los presurosos de hoy nos tildarán de tronados y nos mandarán, como corresponde, a paseo. Hoy por hoy resulta irrisorio reclamar el marchamo analógico del tiempo, la depuración en el detalle, el sentido espiritual del paseo que no busca nada pero nos hace ver que el suburbio podría ser el ideal, allí donde nadie se fija en el paseante ocioso. Le ocurría al protagonista de La noche del Morava. Al anochecer la ciudad –Belgrado– titilaba en el horizonte. Le gustaba caminar en dirección a la urbe, pero sin atravesarla. En Ayer, de camino, Peter Handke nos decía que el sentimiento de llegada no lo tiene uno en los centros de las ciudades sino en las poblaciones periféricas.

Igual que estar en camino es una forma de sentir la patria, igual que la carretera puede llegar a ser un lugar, perdernos por la periferia nos hace partícipes de la moral de la alegría. El siguiente deleite será el extravío. Alexia, en La ladrona de fruta, prefería confundir lugares e incluso tiempos. No son necesarias las geografías para el extravío. O tan sólo, como dice Ortiz Albero, son necesarias las geografías del extravío.

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