Animales célebres | Crítica

El animal imaginario

  • En estos 'Animales célebres', Michel Pastoureau hace un recorrido por el vasto imaginario humano; vale decir, por el modo en que ha concebido a los animales, su relación con ellos, desde la agreste vida paleolítica

Imagen del historiador francés, especialista en el Medievo, Michel Pastoureau

Imagen del historiador francés, especialista en el Medievo, Michel Pastoureau

De las bestias levíticas, de los monstruos de la Antigüedad pagana a la teratología moderna, apenas ha variado su impronta imaginaria. Recordemos que el Nautilus de Verne comienza siendo una criatura mítica, luego un narval gigante, acaso un desmesurado cachalote, para descubrir, por último, su condición mecánica y artificiosa. Este breve viaje que emprende Pastoureau, al modo de un retablo medieval, donde cada casilla, donde cada celda encapsula una historia y un exempla, no hace sino indicar ese larguísimo camino, que va de la sierpe del Génesis, extrañamente aleccionadora, a la asombrosa tecnología que concibió a Dolly, la oveja clonada, pero cuyo carácter científico no oculta, no puede ocultar, la vieja hermandad del hombre y el cordero (agnus dei), y que resume sobre sí una antigua y solemne imaginería, que nos pone en relación con la divinidad.

Pastoureau aplica una labor de espeleología cultural sobre el extenso bestiario que acompaña al hombre desde el albor del mundo

Recordemos que Pastoureau, historiador de aquel Medievo “enorme y delicado” que cantó Verlaine, se dio a conocer con sus estudios sobre el color, de los que ya hemos dado noticia en estas páginas. Unos estudios que, como ya supondrá el lector, no guardan una estrecha relación con la óptica, y sí con la simbología de los colores, cuya utilidad y cuya significación han variado sustancialmente a lo largo de la historia (el azul, que principió siendo el color de los bárbaros en la antigua Grecia, es hoy el color de la eficiencia; y el verde, color tóxico y amenazante en los 80, hoy es el color de la ecología, el color de lo sencillo, lo puro y lo correcto). Esta misma labor de espeleología cultural es la que Pastoureau aplica ahora sobre el extenso bestiario que acompaña al hombre desde el albor del mundo, y que conforma sus mitos fundacionales: el arca de Noé, el Becerro de Oro, Leviatán, etcétera. Lo cual no quiere decir que estos Animales célebres se ciñan al contorno difuso del mundo antiguo. Pero sí que cuantas criaturas comparecen aquí, dispuestas en una vaga y flexible cronología, rinden su tributo y declaran su deuda con el amplísimo linaje de sus antepasados.

Unos antepasados, insisto, cuya existencia acaso no contemple la realidad “física”, como el dragón que prefigura al monstruo del Lago Ness, nuestro tímido y apesadumbrado Nessy; pero unos antepasados que disfrutan de una realidad, tal vez más honda y perdurable: aquélla donde el mito y el hombre se confunden. Gracias a esta lectura de nuestro acervo imaginario, es fácil vincular cierta idea del Mal, de lo demoníaco, con sierpes y reptiles de letal hermosura. Tan fácil como adivinar en el león una promesa de grandeza. La idea, por otra parte, procede claramente de los bestiarios del medievo, heredados de la Antigüedad, y a los que Pastoureau alude con frecuencia. De la Historia natural de Plinio a las Etimologías de San Isidoro, lo que se recoge ahí no son tanto las cualidades físicas de un animal, cuanto sus calidades morales (este podría ser, según De Bruyne, una buena definición del mundo medieval), que le emparentan, por la vía de la similitud, con las realidades humanas. El cerdo de San Antonio, el león de San Jerónimo, el humilde asno que llevará a Jesús a Jerusalén, pero antes lo ha acompañado en el portal de Belén y en su apresurada huida a Egipto... Todos estos animales, digo, son el símbolo, la cifra, de una virtud, como la sierpe será, ya para siempre, el emblema de la curiosidad, la duda y el orgullo.

Por estas páginas asoman, pues, osos lujuriosos, lobos atroces, zorros de una astucia humanísima y gentil; también muchos de aquéllos animales que, de un modo un otro, han quedado vinculados a un nombre: los elefantes de Aníbal, glosados por Apiano; el rinoceronte que retrató Durero, la jirafa que recibió Carlos X, obsequio del pachá de Egipto, las fábulas de La Fontaine, luego reobradas por nuestro Samaniego... Añadamos a esto los leopardos que Ricardo Corazón de León llevó en su escudo, así como otros seres de varia imaginación: la Milú de Tintín, el pato y el ratón y ideados por Disney, los desdichados jabalíes que devoró Obelix a lo largo de su portentosa existencia, y así hasta llegar, como dijimos, a la oveja Dolly, donde quizá coincidan la vieja simbología del cordero con el mito de Prometeo, padre de la técnica.

Dice Pastoureau, al comienzo de este ameno y curiosísimo volumen, que en ese índice de bestias hay más osos y cerdos que cualquier otro animal, ya sean éstos reales o seres extraordinarios y quiméricos. Lo cual implica, por lo demás, una obviedad. El hombre sólo sueña aquello que conoce.

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