Breve elogio de la errancia | Crítica

El japonés errante

  • Disidente de su cultura y aun así puro hijo del Sol Naciente, Akira Mizubayashi canta a la 'errancia' entendida como desarraigo voluntario y búsqueda interior

Samuráis con armaduras de guerra retratados en una imagen de comienzos del siglo XX.

Samuráis con armaduras de guerra retratados en una imagen de comienzos del siglo XX. / D. S.

El título relativo a la errancia, al sujeto errante, podría prestarse a equívoco. No pensemos en mapas ni en caminos hollados por la bota del aventurero o por la fe del viejo peregrino hacia Jerusalén (recuérdese la palabra saunterer, en inglés del medievo). El autor japonés no se refiere estrictamente al errar del caminante ni al viajero sin meta clara. Tampoco alude a la maldición del pueblo errante bajo la mala estrella de los hijos de Sión.

Akira Mizubayashi (Sakata, 1951) busca la errancia en el repliegue interior. Quiere decirse que su discurso sobre el ser errante hay que entenderlo como un giro, como un repliegue en sí mismo: buscar la individualidad frente a la idea del colectivo amorfo. Se trata de una defensa del ser individual, pero armonizada con el conjunto. La idea de este discurso sería, por tanto, la de crear una sociedad de la errancia. Crear, a partir de la soledad esencial del ser singular, una "comunidad de los individuos que no tienen comunidad" (Georges Bataille).

La peculiaridad de este libro es la refutación que el autor hace respecto a la sociedad y la cultura de Japón. El occidental conocerá aquí los fantasmas que aún ululan por el Extremo Oriente. Mizubayashi, especie de verso suelto, debe gran parte de su poso intelectual al pensamiento ilustrado y a la lengua francesa (escribe directamente al francés y sus obras han recibido varios premios de postín en Francia). Pero lo que al lector le seduce de este discurso es escuchar la voz de un disidente, que es hijo como el que más del Sol Naciente, pero que hace la vez de crítico y de portavoz de la errancia en el sentido ya aludido.

No se puede soslayar el largo periodo del fascismo imperial que transcurrió en la llamada Guerra de los Quince Años (1937-1945). Bajo la bandera del disco solar se impuso el sintoísmo de Estado, la dictadura militar, la marcialidad de las conductas civiles. La figura del emperador rebrillaba bajo su aura divina. Tras la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial, en 1946 se produce un cambio de estructuras en Japón, tanto mentales como económicas. Pero el autor se pregunta si el país cambió verdaderamente su anatomía, su identidad cultural, más allá de que el emperador perdiera su carácter divino y de que una nueva Constitución, vigente hasta hoy, fuese proclamada.

Cubierta del libro. Cubierta del libro.

Cubierta del libro. / D. S.

La errancia de Mizuyabashi choca con el ser ingénito de los japoneses. El extranjero suele ser rechazado, pero no por recelo étnico, sino porque no cabe en el paisaje de toda una estructura emocional. Cierto sentido oriental de la comunidad se apoya además en una dimensión del tiempo que se comparte. No existe entre los nipones ni el pasado ni el mañana, sólo el presente, el presentismo. De ahí la primacía de la estética del instante, reflejada en el haiku. Según el autor, esta forma de presentismo lleva al conformismo ("Déjate envolver por lo que es largo", reza un viejo proverbio nipón). Por otra parte, Mizuyabashi se muestra muy crítico con el blanqueamiento histórico que el actual ministro Shinzo Abe ha propuesto acerca del periodo conocido como Imperio del Gran Japón.

En sus digresiones el autor apela a la errancia que, a su juicio, transmiten las películas de Masaki Kobayashi o Akira Kurosawa. De hecho parte de este discurso se desdobla a menudo en crítica de cine. Respecto a Kurosawa, en Yojimbo, Sanjuro o en Los siete samuráis asoma la figura del caminante sin ataduras, del ronin (samurái desposeído), que transmite la dualidad a un tiempo errante y asociativa. Vale decir que los samuráis de Kurosawa (recordemos su actor fetiche, el gran Toshiro Mifune) traducen al cuerpo político lo que es el cuerpo de orden moral. La errancia de los siete solitarios es, de hecho, la misma errancia del propio Kurosawa.

Otro espíritu del ser errante en sí mismo se refleja en el novelista Natsume Soseki (tan rescatado por la editorial Impedimenta). He aquí, a decir del autor, la voz de un auténtico errante, que sobrevivió a los tiempos de la dictadura Meiji. Soseki pronunció su célebre conferencia Mi individualismo, pero ya antes había escrito obras como Botchan (1906), una apelación a la patria de la errancia.

El autor alude también al fondo ideal que subyace en los Discursos de Rousseau o, de forma un tanto forzada, en algunas óperas de Mozart, caso de Las bodas de Fígaro (el recurso de la forma sonata, con su unidad y multiplicidad de voces, le sirve al autor para denunciar el Japón imperial que ahogó las voces individuales de entonces). Pese a estas digresiones no tan acertadas, sí estamos de acuerdo en que "ser filósofo es como tener un espíritu de errancia". Mizuyabashi tiene mucho de filósofo; un filósofo que, como Rousseau, no viaja, sino que se viaja a sí mismo, como quien acaricia su cuerpo más allá del cuerpo. Diderot lo dirá de otro modo más divertido: "Mis pensamientos son mis rameras".

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios