Cartas a un joven poeta | Crítica

La pregunta en sí

  • La Isla de Siltolá recupera una pieza clave de la literatura epistolar, las 'Cartas a un joven poeta' en las que Rilke trasladó su experiencia de la vida

Rainer Maria Rilke (Praga, 1875 - Valmont, 1926) se muestra en estas cartas como un adelantado a su tiempo.

Rainer Maria Rilke (Praga, 1875 - Valmont, 1926) se muestra en estas cartas como un adelantado a su tiempo.

Cuando el joven Franz Xaver Kappus (1883-1966) escribió por primera vez a Rainer Maria Rilke (1875-1926), deseoso de saber qué opinaba el ilustre antiguo alumno de la escuela militar a la que él asistía de su incipiente obra literaria, seguramente no imaginaba la enorme repercusión que su correspondencia con el escritor checo iba a tener. Por un lado, este puñado de cartas, escritas entre los años 1903 y 1904, tuvo para él un indudable valor personal e influyeron decisivamente en su formación literaria, pero lo que el aprendiz de poeta no podía intuir entonces es que su breve correspondencia con el autor de Elegías de Duino se iba a convertir en una pieza clave de la literatura epistolar del siglo XX.

El tiempo no ha podido disipar la frescura e intensidad de estas Cartas a un joven poeta, que, lejos de lo que se podría esperar, hablan poco de preceptiva literaria y contienen escasos consejos explícitos sobre cómo escribir o publicar. Lo primero que sorprende en este libro es la serena generosidad del escritor conocido con el joven Kappus, que se dirige a él con la espontaneidad que le dictan sus veinte años. La respuesta de Rilke a ese primer acercamiento de Kappus –una carta fechada en París el 17 de febrero de 1903– no es especialmente condescendiente, ni siquiera excesivamente amable, pero sí lo suficientemente sincera, y sobre todo empática, como para animar al aprendiz de poeta a seguir indagando en una amistad presentida.

Imaginamos, porque no se publica la correspondencia completa, que Kappus interroga a su maestro sobre literatura solo muy al principio, porque pronto los asuntos tratados en estas cartas derivan hacia temas más personales. No obstante el poeta checo se expresa contundentemente sobre ciertos aspectos que le parecen fundamentales para formar el espíritu literario de su discípulo. Aunque le da pocos consejos concretos sobre qué debe leer o cómo debe abordar su oficio de escritor, sí que lo advierte sobre algunas malas decisiones que debe evitar. Por ejemplo, sobre la mala influencia de artes que no lo son, como el periodismo. También le pide que "lea lo menos posible obras crítico-estéticas, pues o bien son opiniones partidistas que se han fosilizado y vuelto absurdas por su endurecimiento carente de vida, o bien son hábiles juegos de palabras en los que hoy triunfa esta opinión y mañana la contraria".

Pronto el joven aprendiz intuye la cercanía del maestro, pese a que en ocasiones sus respuestas tardan o son escuetas. Sin temor a equivocarse, empieza a plantearle –así se intuye por las respuestas de su mentor– su inquietud por el futuro e incluso sus dudas sobre cómo relacionarse con las mujeres. Sucede entonces el milagro de la amistad entre dos personas que no se han visto nunca, pero que se conocen y se aprecian. La palabra ha alimentado esta relación y ha borrado las barreras emocionales y geográfica que los separan.

Portada del libro. Portada del libro.

Portada del libro.

Pese a ejercer de lejano preceptor, Rilke también parece encontrar en esta correspondencia una valiosa oportunidad para reflexionar sobre asuntos que parecen preocuparle o sobre los que ha meditado largamente. Sobre la vocación artística, por ejemplo, y sus consejos en este punto no pueden ser más apasionados: "confíese a sí mismo si habría usted de morir en caso de que se le prohibiera escribir".

Más allá del carácter personal de esta correspondencia, el lector actual encontrará en ella las certeras reflexiones de un escritor brillante, de un poeta sobresaliente, y también de un hombre comprometido con su oficio y también con su tiempo. Su actitud ante el arte es de una sencillez apabullante. Para él ser artista significa "no calcular ni contar; madurar como el árbol, que no fuerza su savia y se enfrenta valeroso a las tormentas primaverales, sin miedo a que no pueda llegar al verano".

En estas cartas Rilke alude poco al contexto social y político de unos años de gran efervescencia, aunque en su análisis de ciertos aspectos de las relaciones sociales se muestre un adelantado a su época. Es lo que ocurre cuando opina, por ejemplo, del papel de la mujer: "algún día existirán la muchacha y la mujer cuyo nombre ya nunca más signifique lo contrario de lo masculino, sino algo por sí mismo, algo que no lo lleva a uno a pensar en complemento ni en límite alguno, sino tan solo en vida y existencia: el ser humano femenino". Sin duda, su contacto estrecho con algunas de las mujeres más brillantes y avanzadas de su tiempo, como Lou Andreas-Salomé, surtieron su efecto.

Su atinado alegato sobre la soledad o sobre el valor de la tristeza, su elogio de lo complicado, conmueven al lector como imaginamos que conmoverían al joven Kappus, al que el maestro reclama únicamente "el único coraje que se nos exige: ser valientes con las cosas extrañas, maravillosas e inexplicables con las que podamos toparnos". Rilke le pide "que tenga paciencia con todo lo que en su corazón está sin resolver y que trate de amar a las preguntas en sí como a habitaciones cerradas y como a libros escritos en una lengua muy extraña". Incluso emplea cierta ironía, que "también es pura cuando se usa con pureza", para responder a la petición de su discípulo de que le mande algunos de sus libros, tras anunciarle que no dispone de ejemplares: "he de dejarle a usted, estimado señor, que se ocupe de encargar alguno de ellos cuando tenga ocasión".

En Cartas a un joven poeta, Rilke se nos presenta como un hombre sencillo, que sufre con su mala salud, pero que es capaz de reconocer la belleza y la bondad en la naturaleza, en los objetos queridos que lo rodean, en los breves momentos de plenitud. Como maestro se empeña en abrir puertas a su discípulo, en trasladarle su propia experiencia de la vida, en ofrecerle consuelo, pero sobre todo, le ofrece a su pupilo –y por extensión al lector– uno de los mejores consejos que nunca ha podido recibir nadie: "Y, por lo demás, permítase que la vida suceda".

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