Chatarra | Crítica

Inocencia profanada

  • El Paseo reedita la temprana primera novela de Daniel Ruiz, una trágica historia de resonancias lorquianas que sigue sorprendiendo por la riqueza de su lenguaje y su poderío verbal

Daniel Ruiz (Sevilla, 1976).

Daniel Ruiz (Sevilla, 1976). / Juan Carlos Muñoz

Veinticinco años han pasado desde la primera edición de la novela con la que Daniel Ruiz, uno de los autores más brillantes de su generación, inició su trayectoria, libro áspero y arrebatado que mostraba ya algunas de las cualidades asociadas a su escritura, tales como el ritmo, la intensidad expresiva o la predilección por el lenguaje coloquial, que en sus obras más recientes se combinan con una mirada irónica, quizá menos salvaje pero igualmente crítica, aplicada a las miserias y los trampantojos de la sociedad contemporánea. La reedición de Chatarra, originalmente publicada por la editorial Calambur, en 1997, aparece en una colección, Ópera Prima, diseñada por el editor David González Romero para su sello El Paseo, donde se han rescatado sendas obras de Felipe Benítez Reyes, Juan Bonilla y Eva Díaz Pérez, con otras de Fernando Iwasaki o Manuel Moya en proyecto. Es una novela corta, de las que podrían entrar por extensión en la categoría de nouvelle, pero de fuerza y densidad extremas, sostenida en una prosa torrencial, desatada, literalmente febril, que fluye sin cauce pero no sin rumbo.

Los soliloquios, los diálogos y el flujo de conciencia se funden en una dilatada letanía

Sin avanzar mucho de su desarrollo, el argumento de Chatarra puede resumirse del siguiente modo. En un pequeño pueblo innominado que por las trazas –casas blancas, sol castigador e inmisericorde– podría ser andaluz, extremeño o castellanomanchego, un niño encuentra el cadáver de una adolescente desnuda flotando en el riachuelo cercano, hallazgo que conmueve y revoluciona a los habitantes de la localidad. La madre, que una semana antes ha perdido a su otro hijo, un "niño raro" cuya muerte se niega a aceptar, enloquece de dolor por el doble luto, "pobrecita, pobre loca desquiciada". El padre, un minero taciturno, trata de ahogar la angustia en la bebida. El pueblo entero se estremece ante los indicios que apuntan a una agresión, por lo que los guardias civiles locales se ven obligados a dejar las pesquisas en manos de agentes de policía llegados de la capital. El mismo río, las calles del pueblo, la casa familiar, el bar, el cuartel, el depósito de cadáveres, la funeraria, el cementerio, el colegio de niñas, la chatarrería aludida en el título, son los escenarios en los que comparecen los personajes de una novela coral donde el narrador se sirve de las tres personas gramaticales, alternando o más bien fundiendo los soliloquios, los diálogos y el flujo de conciencia en una suerte de dilatada letanía.

La prosa abunda en reiteraciones enfáticas e imágenes audaces de filiación surrealista

No importa que algunos personajes, especialmente los policías o los guardias civiles, descritos de un modo caricaturesco que parece remitir al tardofranquismo o los primeros años de la Transición, respondan a estereotipos, ni que las diferentes voces se expresen del mismo modo pese a corresponder a personajes distintos. El escritor, el joven debutante, se impone a ellos, coloniza su pensamiento y sus palabras, los unifica por obra de un solo discurso que convierte los hechos en materia lingüística, estilizada por las reiteraciones enfáticas –"muerta muerta muerta"– y las imágenes audaces de filiación surrealista: "La noche, la noche, una puta con pechos de plata, lúbrica y firme, una zorra salvaje que se alimenta del llanto, del semen cansado de las estrellas". Es bien patente el influjo de Lorca y en particular del Romancero gitano, expresamente homenajeado en pasajes literales –"El aire la vela vela. El aire la está velando"– o inspirados por la simbología referida a la noche o la luna, también la probable fuente común del cante hondo –el epígrafe reproduce una famosa alegría que cantaba Camarón: "...confianza en el hombre / nunca la tengas"– y su aire entre resignado y fatalista.

De inspiración tremendista, la pintura al aguafuerte no excluye el lirismo descarnado

Con su tremendismo de raíz solanesca o celiana, la pintura al aguafuerte no excluye el lirismo descarnado, aplicado al ámbito rural de esa España trágica –"realidad negra, oscura, triste"– que tiene algo de Oeste salvaje, donde la suciedad y la miseria admiten también, como en la Mouchette de Bernanos, una lectura en clave moral. La crudeza y hasta la truculencia toman la forma de un hiperrealismo alucinado que deja espacio para el humor, la ternura –"tapad a la niña, que está desnudita"– y un fondo de compasión, aunque predominen los tonos satíricos o corrosivos. Hacia el final, la escritura cada vez más sintética da cuenta de lo sucedido casi prescindiendo de la sintaxis, y las frases se reducen a meros sintagmas o palabras sueltas. El ritmo sincopado asimila el último capítulo a una doliente canción de despedida, un blues con acordes de rock duro, que revela el crimen y cierra la fábula sobre la inocencia profanada.

Ilustración del autor para la nueva edición de 'Chatarra'. Ilustración del autor para la nueva edición de 'Chatarra'.

Ilustración del autor para la nueva edición de 'Chatarra'.

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