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El culto a la espada y el cultivo del crisantemo

  • La editorial Alianza ha publicado recientemente 'Los sables' de Yukio Mishima, una antología de relatos inéditos en nuestro idioma hasta ahora.

Yukio Mishima, uno de los escritores japoneses más importantes del siglo XX.

Yukio Mishima, uno de los escritores japoneses más importantes del siglo XX.

En La espada y el crisantemo (1946), Ruth Benedict refería cierta fábula incluida en los libros de texto japoneses anteriores a la II Guerra Mundial. El cuentecillo hablaba de un cachorro, nacido débil, criado por un hombre al par de sus hijos. Cada mañana, cuando su dueño se iba al trabajo, el perro lo acompañaba hasta la estación; por las tardes, el animal acudía para acompañarlo de vuelta a casa. Un día, el buen hombre murió, pero el perro continuó yendo y viniendo a la estación a esperarlo… Para un occidental, el relato ilustraría ejemplarmente la idea de fidelidad. Para un japonés, en cambio, la moraleja es (o era) otra: al actuar así, el animal satisfacía la deuda contraída con el hombre. Estamos hablando de un código ético en el cual el sentido del deber aprieta con más fuerza que los lazos emocionales. De no cumplir con sus obligaciones -familiares, profesionales, sociales- la vergüenza se cerniría sobre el individuo y, en Japón, la vergüenza ocupa el mismo lugar que la amenaza del pecado en ámbito judeocristiano.

Las circunstancias en que nació La espada y el crisantemo ilustran asimismo las concepciones opuestas que del mundo tienen (o tenían) Oriente y Occidente. En Junio de 1944, el gobierno estadounidense encargó a la antropóloga Ruth Benedict un estudio sobre Japón, entonces una potencia enemiga. Al ejército norteamericano lo desconcertaba una actitud que no era exactamente jactancia: "En los Estados Unidos se decía que la guerra duraría por lo menos tres años, acaso diez, quizás más -escribe Benedict-. En el Japón se aseguraba que iba a durar cien". La contienda no duró tanto, como sabemos. El lanzamiento de sendas bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945 -cuya mención Benedict se cuida de omitir- obligó al país a rendirse. La pauta de comportamiento del vencido también confundió al vencedor. Los soldados japoneses que habían defendido con lanzas de bambú los últimos baluartes del Pacífico, ésos que preferían el suicidio a ser hechos prisioneros, pasaron a colaborar plenamente con el ejército de ocupación: "Hasta agosto de 1945, el chu [Deber patriótico] exigía que el pueblo japonés combatiera con el enemigo hasta caer el último hombre. Cuando el emperador cambió las exigencias del chu al proclamar por radio la capitulación del Japón, los japoneses se deshacían tratando de expresar su cooperación con los visitantes". El sentido del deber volvía a estar por encima de consideraciones secundarias como el rencor o el desquite, tan occidentales.

"Lo más importante es aprender una sola cosa, por pequeña que sea", se lee en este bello relato

En aquel tiempo y en aquellos valores creció Yukio Mishima, un autor que sigue conciliando mayores elogios fuera de su país. Para el lector Occidental, Mishima reúne los extremos más visibles de una cultura capaz de elaborar toda una filosofía de prácticas tan diversas como el culto a la espada y el cultivo del crisantemo. Fuerza y delicadeza recorren la obra entera del gran escritor japonés, del que acaba de publicarse Los sables, una antología de relatos inéditos en nuestro idioma hasta hace poco. La espada es esencial en el relato que da título al volumen, centrado en los alumnos de un grupo universitario de kendo -una forma de esgrima japonesa- y en Jiro Kobuko, típico héroe mishimiano. Para Jiro, la perfección de la técnica lo es todo: "Lo más importante que puede hacer una persona en la vida es aprender una sola cosa, por pequeña que sea. Con una es suficiente", leemos en este hermosísimo relato. La práctica del kendo exige una rigurosa disciplina y, a través de esta, el espadachín domina sus emociones, controla el cuerpo, construye una ética. La espada no es un simple instrumento de combate. El relato concluye con el sacrificio ejemplar de Jiro, uno de esos suicidios de ficción en los que Mishima estuvo ensayando el propio.

El crisantemo también está presente en Los sables. En los dos primeros relatos, que giran en torno al paso de la niñez a la adolescencia y al descubrimiento de una identidad sexual problemática, los protagonistas reparan en un mazo de dichas flores. En Tabaco, que Mishima escribió con solo veinte años, forman parte del escenario que anuncia el final de la infancia: "La mayor parte de las flores ya estaba mustias. Sólo quedaban, y en abundancia, crisantemos. Pero también en las hojas de éstos dominaban los tonos de un amarillo pálido". En El martirio, por contra, una historia dominada por pulsiones homosexuales, los crisantemos son el aderezo accidental que cubre el cuerpo de un chico vejado por sus compañeros de instituto: "Sus pantalones, manchados de la roja arcilla, estaban decorados con restos de la rosa silvestre, de delicadas y amarillas florecillas, de la pelusa del diente de león, del polen del crisantemo y de otras plantas del bosque". Aunque algún relato renquee un poco -pienso en «Pan de pasas», una concesión a la moda beat-, Los sables confirma el inmenso talento de Mishima, uno de esos raros autores de quien el lector siempre saca algún provecho.

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