Los días perfectos | Crítica

Un eco flaubertiano

  • 'Los días perfectos' compone una novela epistolar, de ecos flaubertianos, donde el adulterio es una forma de esperar, sin éxito, lo inesperado, lo superior y lo extraordinario

El escritor, nacido en Londres, Jacobo Bergareche

El escritor, nacido en Londres, Jacobo Bergareche

Los días perfectos es una breve novela epistolar cuyo motivo último es el tedio familiar, pero cuyo detonante, cuyo pie literario, es la correspondencia adulterina habida entre William Faulkner y su amante Meta Carpenter, donde el protagonista cree encontrar un eco vital de sus andanzas y una estructura íntima del adulterio. En este sentido, Los días perfectos no deja de ser una continuación de aquella inquietud que consumía en su provincia a Madame Bovary, y que debe vincularse expresamente a una secreta sed de aventura. Que dicha aventura fuera de índole sexual, y que sus consecuencias sociales no se correspondieran con la magnitud del premio, no implica que su origen fuera distinto de aquel “fastidio universal” que atenazó a Meléndez Valdés, o del spleen baudeleriano a cuya sombra medraron sus paraísos artificiales.

Bergareche contrapone lo apasionado y lo previsible, lo auténtico y lo tedioso, el sopor y la sorpresa

Los días perfectos hace, pues, alusión, a ese espejismo de lo excepcional, contrapuesto a lo mostrenco y lo anodino de la costumbre burguesa, cuya expresión más vanguardista acaso fueran el Nadja y El amor loco de Bretón, pero cuya temprana formulación dieciochesca, que luego instruiría el Romanticismo todo, se halla en Los placeres de la imaginación de Adisson. Es así como Bergareche escande su novela espistolar es dos misivas, una destinada a la amante y otra a su esposa, donde se contraponen de modo convencional lo apasionado y lo previsible, lo auténtico y lo tedioso, el sopor y la sorpresa, etcétera. La perfección de los días perfectos a los que alude el título se hallaría, entonces en esa cualidad promisoria, y necesariamente fugaz, donde la intensidad -amorosa- es enemiga de lo perdurable. Esto implica que la imperfección vendría asociada a la continuidad, a lo reglado, a lo previsible. Pero también, y en primer término, que fue en esa confortable previsibilidad burguesa, donde el protagonista de estas páginas aguarda infructuosamente, ardida ya la juventud, la luz de lo imperecedero.

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