La escuela de Freddie | Crítica

Los bastidores del alma

  • Impedimenta prolonga su colección dedicada a Penelope Fitzgerald con la deliciosa ‘La escuela de Freddie’, una de las novelas más hondas y a la vez divertidas de la escritora inglesa

La escritora británica Penelope Fitzgerald (1916-2000).

La escritora británica Penelope Fitzgerald (1916-2000). / Jillian Edelstein

El antiguo consejo “escribe de lo que sepas”, con el que no pocos autores experimentados pretenden encarrilar las tentativas de los plumillas advenedizos, encuentra una respuesta portentosa en la obra de la escritora británica Penelope Fitzgerald (Lincoln, 1916 - Londres, 2000), comparada a menudo, en lo que a influencia se refiere, nada menos que con Iris Murdoch, con la que comparte en España las consecuencias de cierta desidia del sector editorial que desde hace unos años viene corrigiendo, con voluntad y oficio, el sello Impedimenta. Fitzgerald debutó en la narrativa con 58 años, lo que, en principio, le garantizaba un depósito de experiencias nada desdeñable desde el que contar historias. Así, tradujo sus años como reportera para la BBC durante la Segunda Guerra Mundial en la extraordinaria novela Voces humanas (1980), cristalizó su residencia en una casa flotante sobre el Támesis en A la deriva (1979), trabajó una temporada como librera en Suffolk y obtuvo la inspiración necesaria para escribir La librería (1978) y conformó así, con prodigiosa eficacia, una bibliografía sin mucho parangón a partir de cuanto pudo contar sobre sí misma. Aunque otros muchos escritores han hecho arqueología de sus hazañas para alumbrar sus novelas, el caso de Fitzgerald reviste una distinción bien reconocible por el humor, la distancia y la ironía desde la que escribe, elementos con los que desvela la magnitud del asombro en episodios cotidianos, rutinarios, aparentemente intrascendentes pero presentados así ante el lector como escuela de conducta. Fiel a su generación y a su tiempo, pero de manera radical y libre a la vez, Fitzgerald aparcó las imposturas del estilo para atisbar la hondura desde la sencillez y la franqueza, la opción más difícil por cercana a la verdad y resuelta en su obra con una limpieza a la que, ciertamente, sólo un talento como Iris Murdoch podría hacer sombra si esto fuese una competición. A Fitzgerald le dio tiempo a hacer muchas cosas antes de escribir y, afortunadamente, vivió largos años, por lo que también pudo  escribir un memorable puñado de novelas en su espléndida madurez. Además de lo ya apuntado, antes de conocer la gloria literaria ejerció de profesora de interpretación para niños en la escuela de teatro Italia Conti de Londres, trance que, por supuesto, tuvo su correspondiente relato novelesco en At Freddie’s, título que Impedimenta incorpora ahora a su catálogo como ‘La escuela de Freddie’ con la depurada traducción de Mariano Peyrou

Esta novela tiene como premisa un fenómeno histórico: el odio que, según la leyenda, Shakespeare profesaba hacia los niños, lo que le llevaba a escribir papeles harto complejos y dolorosos para los menores necesarios, sobre todo, en sus dramas históricos. Convertido Shakespeare en intocable patrimonio de la identidad británica, el adiestramiento de jóvenes intérpretes capaces de estar a la altura en la representación de tales dramas se convirtió, ya tras la muerte del Bardo, en una verdadera cuestión de Estado, y es ahí donde entra en juego La escuela de Freddie. Fitzgerald ambienta su novela en el Londres de comienzos de los 60, poco antes del advenimiento de The Beatles, para contar la historia de la Temple Stage School, una escuela para jóvenes actores que regenta Freddie Wentworth, una veterana, excéntrica, cínica e inolvidable promotora cuyas habilidades para evitar a sus acreedores y mantener a flote su negocio ruinoso habrían ganado la admiración de Charles Dickens. Fitzgerald prende la mecha cuando entra en juego nada menos que una nueva producción de El rey Juan: en esta obra de Shakespeare, el embajador de Francia exige al monarca que abdique a favor de su sobrino Arturo, duque de Bretaña y niño aún, a quien el rey francés considera legítimo titular del trono inglés. El rey Juan reacciona a la más pura manera shakespeareana: enviando a un verdugo a que liquide a Arturo. El joven príncipe, sin embargo, logra desarmar al asesino en la escena cumbre valiéndose tan sólo de la palabra, hasta remover el corazón del martirizador, quien le deja ir. Freddie cree haber encontrado en Jonathan, un chico arrogante y sobrado a pesar de su edad, al candidato perfecto para tan difícil papel, pero el adiestramiento no resulta precisamente llevadero.

Todo se da con un tono leve en el que nada parece importante, pero es ahí donde el alma humana muestra lo mejor y lo peor de sí

A través de una galería inolvidable de personajes, Fitzgerald brinda su mirada implacable al mundo del teatro, que demuestra conocer muy bien, con un aguijón punzante para no el que escatima en veneno, sobre todo a la hora de escribir sobre los actores: “Dales media hora e imitarán cualquier cosa razonablemente bien”, resuelve, por ejemplo, antes de ir directa y sin freno al quid de la cuestión: “La envidia está en el aire que respiran los actores y difícilmente pueden prescindir de ella; también es algo natural en los niños”. No es difícil asociar la voz narradora, aséptica e implacable pero a la vez piadosa y redentora, a la propia Penelope Fitzgerald, quien se despacha a gusto, desde luego, pero no sin regalar al lector un observatorio perfecto desde el que escudriñar el alma humana desde sus bastidores. El escenario es un ecosistema representativo de las pasiones, nobles y mezquinas, y conforma un paisaje tan particular como universal. Todo se da aquí servido con la mayor ligereza, en un tono leve en el que nada parece importante, porque nada lo es; pero es ahí, en la refriega soslayada, donde el alma muestra lo mejor y lo peor de sí. Confíen en que Fitzgerald ofrecerá, siempre, el espejo más amable.

La escuela de Freddie entrañó un cambio en la carrera literaria de Penelope Fitzgerald: a partir de entonces dejó a un lado su propia experiencia y se abrazó al pasado histórico para escribir novelas admirables como El inicio de la primavera (1988). Pero siempre, en cada libro, fue la Penelope Fitzgerald que necesitamos.

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