Guatimozin, último emperador de México | Crítica

Una historia de América

  • Cátedra publica, con muchísima oportunidad, el 'Guatimozin, último emperador de México', obra de doña Gertrudis Gómez de Avellaneda, publicada en 1846, y donde se fabula a la manera romántica el ocaso del imperio azteca

Doña Gertrudis Gómez de Avellaneda, pintada por Federico de Madrazo. 1857

Doña Gertrudis Gómez de Avellaneda, pintada por Federico de Madrazo. 1857

Los recientes sucesos, ocurridos en Norteamérica, y que han dado como fruto la retirada o la derrución de las estatuas de Colón y de Isabel la Católica, otorgan una redoblada actualidad a este Guatimozin, último emperador de México, obra de doña Gertrudis Gómez de Avellaneda, y que supone un primer acercamiento desde la literatura, desde la ficción, pero también desde el escrúpulo histórico, a la historia común de ambas orillas, acogidas bajo la corona española. En concreto, a uno de sus episodios más espectaculares y controvertidos, como fue la conquista del imperio azteca por parte de Hernán Cortés, conquista cuyo curso pudo seguirse, casi inmediatamente, no sólo gracias a lo escrito por el cronista López de Gómara y la relación del padre Las Casas, sino a la vasta obra documental y literaria, la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, escrita por Bernal Díaz del Castillo, ya en su senectud, para conjurar, precisamente, cuanto Gómara y Las Casas habían afirmado sobre aquellos hechos.

El Guatimozin de Gómez de Avellaneda es un honesto esfuerzo literario por comprender la conquista en su vertiginosa y abrupta complejidad.

En este sentido, podemos decir que el Guatimozin/Cuatemoc de Gómez de Avellaneda, nacida en Cuba en 1814, es un honesto esfuerzo literario por comprender la conquista en su vertiginosa y abrupta complejidad. Recordemos, por otra parte, y para subrayar aún más la inteligencia audaz de doña Gertrudis, que es la versión de Gómara, junto a las crueldades narradas por Las Casas, aquello que formará la imagen adversa del imperio español durante los siglos siguientes. Lo cual es fácil de advertir ya en el Montaigne que escribe sobre Los caníbales; pero también en el Montesquieu que, dos siglos más tarde, justificará el esclavismo africano, en El espíritu de las leyes, como una forma de compensar el supuesto exterminio de los pueblos de América por parte de los europeos (véase Libro XV, 5, Sobre la esclavitud de los negros). En fin, volviendo al ámbito de la ficción, y en concreto a la literatura histórica practicada por Gómez de Avellaneda, los editores del presente volumen acuden, con razón, a un precedente que la propia escritora había declarado ya, y que no es otro que la novelística de Walter Scott, cuya importancia en la literatura del XIX no cabe objetar en múltiples aspectos, no sólo históricos o historicistas, sino en una revalorización de ciertas actitudes, críticas con el triunfo de lo burgués, y que el Romanticismo encontrará sumariamente en el ayer: un ayer exótico o lejano, pero en cualquier caso, más puro y legible, cuya cima serán los siglos medios. Unos siglos, por otra parte, idealizados, que abren a la investigación histórica una Edad Media hasta entonces considerada como bárbara y oscura.

En este medievo ideal es donde el siglo encontrará la huella del amor, la abnegación y el heroísmo. También las trazas de una libertad que el XIX pondera y sueña como propias. Y es ahí, en esta doble ensoñación de lo heroico y de lo puro (el amor, la honestidad, el sacrificio, el repudio del fanatismo, la lucha por la libertad de los pueblos...), donde doña Gertrudis construye y anuda, pueblo sobre pueblo, un mundo gravitando sobre el otro, este drama decimonónico donde se lamenta lo lamentable y se encomia la grandeza brusca y decisiva de ambos imperios.

Hay otro precedente anterior, que no hemos visto señalado en la completísima Introducción de Luis T. González del Valle y José Manuel Pereiro Otero. Me refiero al Atala de Chateaubriand, anterior a sir Walter en tres lustros. A un año de inaugurado el siglo XIX, en Atala se recoge, no sólo el arquetipo de la pureza aborigen que luego extenderá, junto a muchísimos otros autores, Gómez de Avellaneda, sino la conceptuación de un exterminio premeditado, que en Atala se figura con la llegada de los fusiles franceses a la costa de Norteamérica. Esa nutrida fusilería, que perseguirá a los indios de una costa a otra, es la que acaso prefigure la viva compasión, el interés verdadero de doña Gertrudis por aquellos mundos espléndidos y crueles (recuerden el horror y la estupefacción de los españoles ante los sacrificios humanos de los aztecas), que cuatro siglos después se sabían irremisiblemente muertos. ¿Irremisiblemente? No. El siglo XIX es también el siglo de la Historia, de su perfeccionamiento, y el de una literatura que concebirá su oficio como un modo, entre misterioso y lúdico, de adentrarse en lo oscuro: ya sea en la oscuridad de las almas, o en esa otra oscuridad, parpadeante y viva, que nos aguarda en el pasado. A ese notable empeño pertenecen estas páginas de doña Gertrudis, los infortunios de Guatemozin, donde se resucita la hora crepuscular de un imperio para dar vida a una idea moderna, vale decir, romántica, de la libertad, del hombre y de un ayer fecundo, bárbaro y remoto.

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