Botánica oculta | Crítica

Erudición y maravilla

  • Edhasa recupera la 'Botánica oculta' de Joan Perucho, obra del gran autor barcelonés que formó, junto a Nestor Luján y Álvaro Cunqueiro, una doble vanguardia de la literatura, fantástica y gastronómica, hoy irrepetible

Imagen de Joan Perucho en 2002, meses antes de su fallecimiento

Imagen de Joan Perucho en 2002, meses antes de su fallecimiento

Joan Perucho formó, junto a Nestor Luján y Álvaro Cunqueiro, una amistosa tríada literaria, cuyos vínculos más obvios eran, sobre la ciencia gastronómica y una erudición festiva, el amor al siglo XVIII y un original cultivo de la fantasía, de “los placeres de la imaginación”, tal como los había formulado Addison en 1712. Quiere decirse que la literatura de Perucho, como la de sus dos extraordinarios amigos, tiene como fundamento último aquella curiosidad del Setecientos, hija del orden analítico y de la exploración del globo, que no excluía, sino al contrario, la compilación de fantasías pintorescas y costumbres extrañas (la traducción de Las mil y una noches de Galland es de 1704) y cuyo fin, como sabemos, no fue otro que la prosecución, hoy considerada ingenua, de la Felicidad del Hombre.

Es el tono paródico de Perucho el que destaca la alta y respetuosa modernidad, anómala y desatendida, de su literatura

Ahí es donde deben situarse los saberes de Perucho (saberes gastronómicos cuyo linaje desciende, obviamente, de La fisiología del gusto de Brillat-Savarin), pero también en los compendios y colectáneas que, desde Plinio a Buffon, ha reunido los conocimientos humanos, no siempre con la exactitud requerida. No en vano, esta Botánica oculta remite, con facilidad, a Paracelso; mientras que Las historia naturales tributan a Plinio el Viejo y su Bestiario fantástico continúa, paródicamente, la tradición medieval de San Isidoro, Alberto Magno y Alfonso X el Sabio. Es este tono paródico, por otra parte, el que destaca la alta y respetuosa modernidad de Perucho. Una modernidad -ahora diremos hasta qué punto anómala y desatendida-, que ha descubierto algo surto en la propia erudición dieciochesca: me refiero a la fabulación asociada a unos conocimientos tan prolijos como exóticos.

Esta misma fabulación es la que encontramos ya en Heródoto (y el motivo de que Polibio lo reprobara); y será esa misma fantasía, hija de la curiosidad y el asombro, la que hallaremos en el Libro del Millón de Marco Polo y su escriba Rustichello. Digamos, pues, que el XVIII formaliza o descubre la fantasía que la propia erudición faculta e insinúa, y cuyos ejemplos más conspicuos, entre otros muchos, quizá pudieran ser Una modesta proposición de Swift y Las aventuras del barón de Munchausen, recogidas por Raspe. En este mismo tenor, fantasioso y erudito, debemos incluir uno de los libros más influyentes del XVIII, las Cartas persas de Montesquieu, que determinarían el gran tratado de Beccaria, De los delitos y las penas y, en consecuencia, el porvenir mismo del Derecho Civil y la creciente separación Iglesia/Estado.

Serán, sin embargo, Apollinaire, Schowb y Borges, por este orden, quienes presenten a la erudición misma como hija legítima -y sobrecogedora, a veces- de la fantasía. En este juego infinito del conocimiento revertido en literatura, y la literatura como una forma lúdica de erudición, es donde debe encuadrarse la obra toda del gran Álvaro Cunqueiro (el mayor de todos), así como la de Luján y el espléndido Perucho que hoy glosamos. A lo cual hay que añadir una singularidad que quizá se halle en el origen de su primacía casi secreta. Las imaginaciones de estos tres escritores son imaginaciones felices, irónicas, teñidas por una bonhomía alegre y expansiva que coquetea y no con lo trascendente. Muy pocos escritores en el XX han construido su obra desde el optimismo (piénsese en Saroyan, Pavel y alguno más); de modo que a la naturaleza exigente de su literatura se une esta sorprendente anomalía, y ello en el siglo mismo en que las ensoñaciones felices del XVIII, o los sueños terroríficos del XIX, se vieron convertidos en una variante frívola y sombría de la clínica.

Como digo, el escepticismo de Borges era hijo de aquella ceguera intelectual de Berkeley, que convertía la realidad y su apariencia en una bruma indecisa. La obra de Perucho, sin embargo, debe tanto a Linneo como a San Isidoro. Y en concreto, a ese lugar del XVIII donde Linneo sitúa al ornitorrinco; esto es, en la posibilidad de lo anómalo y de lo imprevisto. Así ocurre con esta Botánica oculta, que tributa al mundo hermético y locuaz del XVI europeo, pero que es hija melancólica de un XX que ha concebido lo inconcebible, que ha propiciado el horror sin tasa, y ha olvidado, no obstante, lo maravilloso.

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