Little | Crítica

El encanto de la cera

  • Edward Carey firma una maravillosa novela en la que recrea, al modo de los grandes relatos dickensianos de inicación, el peculiar universo de terror y curiosidad de Madame Tussaud, la creadora del primer museo de cera de la historia

Ilustración de Edward Carey para ‘Little’ con la imagen de la protagonista.

Ilustración de Edward Carey para ‘Little’ con la imagen de la protagonista. / M. G.

En un ensayo de relevancia crucial para el desarrollo de la literatura de terror, Freud definía lo Umheilich, o siniestro, como aquel incómodo punto de cruce entre lo familiar y un orbe desconocido de significado que se abre más allá. Como ejemplo de dicha noción, que explotarían a placer los surrealistas y otras vanguardias del siglo XX, por no hablar de esa caterva de escritores que hoy gusta agrupar bajo el epíteto de weird, el vienés citaba dos experiencias que hacen moverse a la mente entre aguas encontradas: la sombra de uno mismo en el espejo cuando no nos reconocemos a primera vista (lo cual emparienta con el largo tema del doble) y la semblanza de un ser vivo, más todavía si se trata de humano, en materia muerta. Esta segunda categoría se encontraría detrás, si la interpretamos correctamente, del desasosiego que provocan la taxidermia, ciertas estatuas, los retratos a media luz, los maniquíes y, también, las figuras de cera. Es de recibo traer ahora a colación la película clásica de André de Toth, Los crímenes del museo de cera, que se alimenta en cantidad (y calidad) de todo ese nudo de asociaciones oscuras que la efigie de cera trae consigo: seres que son a la vez originales y copias, vivos y no vivos, máscaras de una realidad oculta que a menudo busca disimular su deformidad bajo un bello y embustero rostro. El museo de cera es uno de los iconos incontestables del imaginario terrorífico de nuestra era. La responsable de ello tiene nombre propio: Madame Tussaud.

Todavía hoy, desde sus nuevas instalaciones en Marylebone, la galería de Madame Tussaud es una de las principales atracciones con las que la ciudad de Londres sigue seduciendo a los foráneos. Va ya para dos siglos que sus salas distraen a la vez que aleccionan, mostrándonos las cabezas de las grandes personalidades del pasado y del ahora, retándonos a jugar al fisonomista y tratar de reconocer el rasgo particular que, en el mapa unánime de la cara, distingue al genio y al arribista, al hombre de acción y al que reflexiona. Una de sus principales bazas, a menudo la preferida del público, es la tremebunda Cámara de los Horrores. Allí no son lumbreras de la humanidad lo que mueve a la admiración, sino sus antípodas: los más famosos asesinos, criminales, monstruos de atrocidad, sorprendidos en el acto de perpetrar sus fechorías, para placer de quien mira. Pues de eso se trata en última instancia: ofrecer al ojo de la curiosidad pública aquello que no puede verse, recrear las escenas legendarias de que se nutren los periódicos y los libros de historia y presentarlo al espectador en un primoroso diorama.

Portada del libro. Portada del libro.

Portada del libro. / D. S.

En su maravillosa novela, Edward Carey ha reconstruido el origen de todo este universo peculiar de terror, curiosidad, moldes y espátulas. Al modo de los relatos de iniciación decimonónicos (Dickens es un referente), la trama toma como protagonista en primera persona a la mismísima Madame Tussaud cuando todavía no se había convertido en tal. En sus inicios, la propietaria del museo particular más voceado del mundo es una modesta sirvienta suiza, Anne Marie Grosholtz, a la que, por su tamaño y constitución enclenque, se la apoda Little. Hija de un padre ausente y de una madre no muy dada a las efusiones, Little cambiará radicalmente su suerte al mudarse a Berna y entrar al servicio del doctor Philipp Curtius, un hombrecillo irrelevante de cuyas manos surgen cosas que no lo son. El doctor Curtius se dedica a modelar réplicas anatómicas de cera para el hospital de la ciudad: riñones, vejigas, bazos expuestos en vitrinas que fascinan a la niña siempre que visita su taller. Será precisamente ella quien anime al doctor a pasar del interior al exterior y cambiar los órganos por su envoltorio: estimulado por el buen resultado de un retrato de la propia Little, surge en su magín el barrunto de lo que será el primer museo de cera de la historia.

El autor se mueve sabiamente entre el documentalismo y la ficción pura y simple, para ofrecer un delicioso recorrido por los últimos decenios del siglo XVIII y el mundo en que sus más sonoros eventos van a ser reflejados en la escultura. Pues, como consecuencia de sus éxitos primeros, Curtius decide, en compañía de Little, marcharse a París, donde, en la popular Casa de los Monos del boulevard du Temple, abrirá al público la mayor colección de maravillas y espantos que la época ha contemplado: reyes y asesinos, filósofos y rameras, fantasmas de ayer y hoy que se convertirán en una atracción irresistible de la capital. Y que la historia, irremediablemente, arrastrará en su tolvanera cuando lleguen los vendavales que presagian un nuevo orden: en el torbellino de la Revolución, tanto Little como su maestro tendrán que arrostrar lo indecible para mantener a flote su negocio, entre lo que se cuenta, y no es lo peor, la orden de realizar copias de las cabezas segadas por la guillotina.

Las más de 500 páginas de Historia y desventuras de una pequeña criada llamada Little (por darle el título completo que aparece en el frontispicio) se hacen pocas. Además del agilísimo estilo del autor, de las ilustraciones estratégicas con que sabe recalcar algunos episodios de especial dramatismo o gracia, aparte de la retahíla de personajes (Curtius y la propia Little, sí, pero también la lamentable viuda Picot, y su desdichado hijo Edmond, y el matarife Beauvisage o la princesa Isabel, entre otros muchos), pobres criaturas zarandeadas por los acontecimientos que en muchos casos se asemejan a sus muñecotes de cera más de lo que ellos desearían, está una cualidad que no se deja definir con facilidad pero que distingue netamente al libro redondo y logrado de aquel otro que sólo se le aproxima. Por decirlo con una máxima de Stevenson, que también escribió lo suyo sobre héroes y asesinos, un ingrediente sin el cual el resto de oficio literario es siempre vano: el encanto. Ésta es, pues, una novela escrita para encantar. Y lo consigue de veras.

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