Materia oscura | Crítica

Misterios en la Torre de Londres

  • Creador del inolvidable Bernie Gunther, Philip Kerr no sólo viajó a la Alemania nazi, como demuestra esta vibrante intriga histórica ambientada en el siglo XVII y progonizada por Isaac Newton

El escritor escocés Philip Kerr (Edimburgo, 1956-Londres, 2018).

El escritor escocés Philip Kerr (Edimburgo, 1956-Londres, 2018). / Alberto Estévez (Efe)

Philip Kerr murió prematuramente en 2018, pero su sombra es alargada: nadie duda hoy de que se trata de uno de los grandes nombres del género negro en lo que llevamos de siglo. Su andadura comenzó a fines del otro, concretamente en 1989; proveniente del mundo de la publicidad, Kerr dio entonces a la imprenta Violetas de marzo, una muy interesante recreación en clave policial del Berlín de entreguerras, con un héroe hard boiled, Bernie Gunther, cuya popularidad le haría enseguida candidato a encabezar dos secuelas de interés creciente, Pálido criminal (1990), con un asesino en serie que asuela las calles del nuevo orden nazi, y Réquiem alemán (1991), que aprovecha los paisajes arrasados de la Viena de El Tercer Hombre. Aquella tríada de títulos (reunidos luego bajo el marchamo común de Berlin noir) obtuvo tal aceptación entre el público e inspiró tal cantidad de sosias y adláteres (como la serie de Gereon Rath que ha encumbrado la televisión bajo la forma de Babylon Berlin) que Kerr resucitó a su personaje 15 años más tarde y lo puso al frente de hasta diez novelas más, una de ellas aparecida cuando el propio autor ya se encontraba de cuerpo presente, aunque muy vivo en la devoción de sus lectores.

Acordarse de Philip Kerr es todavía hoy, inevitablemente, mentar esa colección de relatos contundentes, perfectamente ambientados, que avanzan y retroceden ofreciendo instantáneas en claroscuro de los años más extremos de la Alemania del pasado: el ocaso de la República de Weimar y el alba del Tercer Reich, la Olimpíadas de Hitler, la política y la economía de la guerra europea, la debacle del imperio germánico, los campos de concentración, la miseria y el estraperlo de la posguerra, la caza a los asesinos nazis que se demora décadas después de la caída de las águilas.

En su empeño por ofrecer a su cada vez mayor número de lectores este fresco de uno de los períodos mitológicos del siglo XX, el escocés se sirvió de herramientas de eficacia probada: a su afán por el detalle, sustentado sin duda por una sólida documentación, añadió talento para la descripción rápida, sin suplementos, y un dibujo de los personajes que lograría su mayor baza en la estrella principal, Bernie Gunther. Calco, homenaje y parodia de todos los detectives canónicos de antaño, émulo posmoderno de Sam Spade, Philip Marlowe y Mike Hammer, Gunther se codea con arribistas de las altas esferas, matones del hampa, aristócratas de rancio apellido, gerifaltes del gobierno y toda la variopinta fauna social que dibuja la época sin perder la dureza de su esencia, esa tendencia a la integridad y el desengaño que es de recibo entre los de su clase. Pero es justo anotar aquí que Kerr no sólo fue el padre de Bernie Gunther.

Entre 2014 y 2015, aparte de otras muchas novelas de orientación policíaca y juvenil, inició un curioso experimento cuyos frutos aún es prematuro calibrar con nitidez. Con olfato de publicista (su profesión original), Philip Kerr quiso nutrir a la novela de la mayor fuente de fanatismo y capital de este continente, y concibió una serie negra ambientada en el mundo del fútbol. El resultado fue la saga de tres títulos encabezada por Scott Manson, segundo entrenador del ficticio London City, que trata de lidiar con conspiraciones en las cloacas de la competición a la vez que impulsar a su equipo a lo más alto del podio. La apuesta parece de interés, aunque mi información no me permite decidir si exitosa o no: entretanto, y además de los de Bernie Gunther, el autor siguió produciendo otro orden de thrillers, ficciones de suspense y aventuras que figuran, hay que decirlo sin empacho, entre lo más granado de su progenie.

Portada de la novela. Portada de la novela.

Portada de la novela. / D. S.

Así sucede también con esa nueva subvariante de la intriga histórica. Los recientes pelotazos de Marcos Chicot (El asesinato de Pitágoras, El asesinato de Sócrates, El asesinato de Platón) ilustran el procedimiento estándar: se elige una época atractiva, que posea cierto aura de exotismo o enigma para el público medio, un contexto de secretos arcanos (en el caso de Chicot, la secta pitagórica y la academia platónica, aunque si hay esoterismo pues mejor que mejor), un narrador en primera persona un tanto obtuso pero convenientemente neutral, y, sobre todo, un protagonista de relumbrón, sea el muerto (Pitágoras, Sócrates, Platón) o sea el que trate de desenmascarar a quien lo redujo a semejante estado (la lista es larga; han sido detectives poetas, artistas, filósofos e intelectuales de toda laya: por quedarnos aquí cerca, recordemos los desempeños de Fernando de Rojas en las novelas de García Jambrina o de Jardiel Poncela, en la de Juan Ramón Biedma). La novela que comentamos ahora, Materia oscura, pertenece a esta cuerda: la escena es el Londres del siglo XVII; el misterio, la falsificación de moneda en la Torre de Londres; la atmósfera, de secretos alquímicos; el papel principal, nada menos que Sir Isaac Newton, que poca presentación necesita.

En las postrimerías de 1696, un perdulario llamado Christopher Ellis es elegido como ayudante de la mente más preclara de la Inglaterra de entonces y de muchos de los siglos por llegar. Además de entregarse a sus estudios sobre la luz, la gravitación y otros menesteres, y de ocupar la cátedra lucasiana en la Universidad de Cambridge, Newton es encargado de la administración de la Real Casa de la Moneda y dedica sus escasos ratos de ocio a experimentos de alquimia. El ambiente político está espesado por la guerra contra Francia y la gran reacuñación de moneda que se aproxima, y se enrarecerá todavía más cuando, con dramatismo creciente, una sucesión de asesinatos inexplicables ensangriente la Torre de Londres, sede del Tesoro británico y residencia del protagonista. Con estos mimbres, Kerr vuelve a ofrecer muestras innegables de su oficio y nos despacha una intriga solvente, bien trabada, con dosis variables de tensión pero que sabe desembocar en el satisfactorio desenlace final. Una nueva ocasión para disfrutar del buen hacer de un artesano que, contra lo que el destino decidió, debería haber dispuesto de mucho más tiempo y condiciones para seguir alimentando la devoción de sus seguidores, entre los que me cuento.

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