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La rueda del mundo

Se cierra esta antología con ocho poemas inéditos de Rafael Adolfo Téllez. Poemas donde, si bien se vuelve a la modesta arcadia rural, al mundo ingrávido de la memoria, acaso cabe sospechar un despojarse último del poeta, no exento de perplejidad, de tedio, de amargura, que no habíamos adivinado en obras anteriores. En alguna ocasión ya habíamos señalado que la obra de Téllez es una recapitulación, el ambarino resumen, sereno y fantasmático, de un tiempo que ya no existe: aquel tiempo del agro, del surco y la cosecha, que comienza su largo declinar mediado el XX. Este resumen, sin embargo, no es sólo el resumen de una iconografía, de unos lugares en desuso; en mayor modo -y he aquí el crepuscular hallazgo de Téllez-, se trata de una forma de concebir la existencia donde aún resuena la lenta campana del Medievo y su cortejo de sombras.

En Téllez, pues, el hombre se confunde y medra en el río de las generaciones. Y es este hecho, el oscuro linaje del cual venimos, el que establece una continuidad, un tiempo permeable, donde los vivos y los muertos se acompañan. Obviamente, esto significa que para Téllez un hombre es, en buena medida, lo que fueron los suyos. Pero esto significa, de igual modo, que la muerte es una presencia tutelar, una sombra amistosa, y no la horrible casquería en que la ficción moderna la ha convertido. Los muertos que cruzan la poesía de Tellez (muertos que vagan junto al hogar de antaño), quizá muestren la misma perplejidad y el mismo desamparo que los vivos. Aun así, se trata de la vida, de su fluir, de aquellas horas altas donde el poeta, inadvertidamente, fue dichoso. Todo eso, hoy, se ha diluido en la nada. Y es función del poeta convocarlo con la modesta hechicería del poema.

En Téllez, pues, es la rueda del mundo aquello mismo que se nos ofrece. Un mundo en el que los rostros amados, las voces de ayer, cuanto perdimos irremisiblemente, revive y nos aguarda bajo la lluvia.

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