Cultura

La voz del burlón invisible

  • Poco antes de morir, el cineasta y escritor Raúl Ruiz terminó esta novela, una autobiografía inventada en la que se transfiguró en un personaje del XIX.

EL ESPÍRITU DE LA ESCALERA. Raúl Ruiz. Universidad Diego Portales. Santiago de Chile, 2016. 256 páginas. 18 euros.

Si en el cine de Raúl Ruiz cada cambio de plano podía llevar aparejado un cambio de dimensión, una pasarela para un mundo paralelo o una trastienda imaginaria, en su escritura la réplica de un personaje o un plebeyo punto y aparte son capaces de introducir un similar temblor de certidumbres y verosimilitudes: no se trata de la pulsión aguafiestas por deconstruir y mostrar la bambalina -aunque algo de autodelación de corte kafkiano haya-, sino de celebrar el sinfín de las historias entrelazadas, un deseo bulímico por el bricolaje de relatos que se asienta en la vastísima cultura que siempre permitió al chileno las más bellas ucronías: festividad de la hipótesis y la recreación fantasmática a partir de unos hechos históricos que quedan así contaminados.

Todo esto para constatar, simplemente, que cine y escritura se igualan en Ruiz. Y que éste su testamento creativo, la novela El espíritu de la escalera, puede comentarse con la plantilla de la que fue su última película, La noche de enfrente, donde otro intermediario, el escritor Hernán del Solar, le vino de perlas para reincidir en ese espacio vasto donde los relojes no tienen manecillas y los muertos, erráticos y ociosos, deambulan con el hatillo de vidas paralelas a sus espaldas. Aquella noche es ahora otra encrucijada inestable desde donde dos reuniones de espiritistas reclaman de un espectro, el belga Karl August Flanders, noticias de ultratumba, y, llegado el caso, explicitan el propio encargo que la editorial francesa Fayard, para su colección Alter Ego, le propusiese a un Ruiz en trance de desaparecer de la Tierra: que inventara una autobiografía imaginaria, una "otra vida" que pudiera llamar la atención de una audiencia cada vez más incapaz de soñar (y, menos aún, soñarse otro).

Así, el Flanders de Ruiz habita el XIX y pertenece al círculo del escritor romántico Nerval, es decir, contemporáneo de Gauthier, Orlac, Rivarol o Flers, con los que integra la asociación de los "agatopedas", ocupados en fabricar bromas y en batirse en duelo por turnos, constituyendo una última argucia, la broma definitiva, de un creador que compartió en vida bastantes rasgos con este espectro vagabundo y juguetón, por lo menos una feliz condición aérea ("un fantasma es viento", nos dice) y una asumida asunción vital, la idea de que ver "por los ojos de una sola y única persona sería intolerable". Y si Ruiz saca punta hasta de su ineludible deceso y convierte la angustiosa postrimería en materia literaria y protocinematográfica, lo logra mediante esta última criatura, ya que Flanders representa el epítome de ese narrador dudoso, mentiroso y paradójico que fue perfeccionando en su obra -pienso, por ejemplo, en aquellos niños-viejos de El territorio o Misterios de Lisboa-: maestros de ceremonias que abren la matrioska de los relatos soportando las tensiones de la enunciación, por un lado admirados de la posibilidad de trastocarlo todo, de emborronar la página, y reírse un poco del lector o espectador; por otro tristes, melancólicos, al saberse atados a una rueda que, si bien surca lenta el camino, no se detendrá nunca.

Esta barajadura de real y fantástico que regresa en El espíritu de la escalera nos reta a repensar la trascendencia de un autor escurridizo y casi inabarcable (al menos en lo que a obra filmada se refiere) en el que la ironía y la seriedad han formado figuras difíciles de discernir por los especialistas: demasiado bromista para hacer de él un autor serio, demasiado profundo para leer el chiste superficialmente. Aquí es Diderot quien le da pie a sus juegos carnavalescos entre lo alto y lo bajo, ya que fue el enciclopedista quien acuñara en su Paradoxe sur le comédien la expresión "l'esprit de l'escalier" para hacer referencia a esa ocurrencia extemporánea que nos cae del cerebro cuando ya es demasiado tarde, cuando hemos abandonado el lugar donde nuestro talento no ha estado a la altura y luego, ya en la escalera, nos viene la iluminación que, ya arrepentidos, tomamos con pesar. También Proust, con quien Ruiz se atrevió -hasta a condensar- en El tiempo recobrado, de quien aprendió que el recuerdo no basta, que la vida vivida no llena, si no se es capaz también de invocar lo que ocurrió en nuestra ausencia (y no se está dispuesto a transformar a los hombres reales en seres monstruosos, fantásticos en definitiva).

El espíritu de la escalera no es entonces sino un colosal juego sobre la literatura entendida como eso que siempre llega tarde, y por eso puede tomarse todas las libertades, perpetrar todas las incongruencias e inocular todas las contradicciones en un presente poroso al que siempre se reviene desde un pasado y un futuro sometidos por la tiniebla. Como Flanders, Ruiz notó que estaba muerto, se acordó y nos contó.

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