El diario de Próspero | Teatro

Modelos posibles para el arte de programar

  • Más allá del reconocimiento del teatro como espacio seguro, la pandemia invita a una reflexión urgente sobre lo público y sobre ciertas tendencias contaminantes a la hora de tomar decisiones

No sólo el coronavirus contribuye a dejar vacíos los patios de butacas.

No sólo el coronavirus contribuye a dejar vacíos los patios de butacas. / Redescena

Era también mala suerte que justo cuando la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía se disponía a desempolvar el programa Enrédate llegara la pandemia a desbaratarlo todo y obligara a empezar de cero. La reactivación, esta misma temporada, ha sido tímida y más inclinada a lo anecdótico que a la voluntad firme, pero ha bastado para demostrar que, ciertamente, no todo va a ser mejor después de la pandemia del coronavirus. Ni siquiera después de un cambio de color político en el Gobierno de la Junta, lo que resulta aún más extraordinario dado el historial democrático de la comunidad. Precisamente, el contexto andaluz sirve en bandeja el marco perfecto para reconocer algunas tendencias contaminantes que a menudo se han dado por sentadas en el sector público a la hora de trasladar a los espectadores las propuestas escénicas más interesantes. Por lo general estas tendencias se agravan, o se acentúan, en municipios pequeños donde ni la prensa ni la crítica ejercen la misma observación exigente que en las grandes ciudades y capitales. Hablamos, cuidado, de localidades que cuentan con teatros y auditorios nada desdeñables pero en las que las citadas tendencias impiden, o cuanto menos obstaculizan, el desarrollo de programaciones a la altura. Los últimos años han permitido cierta restauración tras la crisis de 2008 que obligó al cierre de teatros y a la pérdida de programaciones estables. De hecho, en esta última década se han rehabilitado teatros e inaugurado nuevos auditorios en no pocos municipios mediante la intervención pública, lo que invitaba a imaginar la definitiva consolidación de los circuitos autonómicos de exhibición. El coronavirus ha obligado a congelar el proceso, pero también entraña, tal vez, una oportunidad para repensar el valor público de la programación y eliminar las tendencias nocivas que, a pesar de todo, persisten. Si es que de verdad importa el teatro como valor público. Es decir, de todos.

En el ejercicio del derecho público. En el ejercicio del derecho público.

En el ejercicio del derecho público. / Javier Albiñana

De las tendencias contaminantes dio buena cuenta Víctor García Ángel en su libro A mi pueblo no le gusta el teatro, publicado por Artezblai en 2014 y cuya lectura, por obra y gracia de los acontecimientos, sigue siendo de una actualidad pasmosa. Si el autor escribió su profundo, documentado e ilustrativo análisis en la coyuntura posterior a la crisis económica, lo cierto es que las cosas no han cambiado mucho desde entonces; pero sí que tenemos, ahora, a cuenta del nuevo estallido, una ocasión quizá única para probar nuevas fórmulas. Describía García Ángel cómo la programación de espectáculos depende a menudo de criterios arbitrarios, favores pendientes, rencillas personales y factores que harían sonrojar al más pintado. La sentencia A mi pueblo no le gusta el teatro no sonaba ni mucho menos a chino en 2014, ni lo hace ahora. Si la cultura es para las administraciones públicas, en palabras de la gestora Cristina Consuegra, el familiar incómodo al que no sabes dónde sentar en la cena de Navidad, a menudo la programación de las artes escénicas se ha dejado directamente en manos de personas ajenas al ámbito, por las razones más peregrinas. Y así encontramos enormes posibilidades para prolongar la vida de no pocos espectáculos y satisfacer a públicos potenciales tiradas a la basura. Existen, tal y como apunta García Ángel, alternativas posibles: fundamentalmente, las que tienen que ver con la profesionalización de la contratación y la programación allí donde exista un teatro abierto. Y aunque son los municipios los que tienen la última palabra, tanto a la hora de programar como de nombrar a sus programadores, bien podría la Junta de Andalucía contribuir a la causa mediante la formación de esos profesionales potenciales. Los beneficios no sólo culturales, también económicos y fiscales, podrían superar con mucho cualquier inversión al respecto.

Es cierto que en la penosa situación de la distribución teatral en España influyen muchas claves, como la cada vez más titánica resistencia de instituciones estatales como el Centro Dramático Nacional a llevar sus producciones más allá de Madrid, o la carencia de relevo para el viejo Centro Andaluz de Teatro que tenía en la articulación escénica del territorio uno de sus compromisos esenciales (otra cosa es que llegara a cumplirlo); pero también lo es que la tradicional visión cortoplacista con la que se resuelve la programación de espectáculos, sobre todo fuera de los grandes ámbitos de influencia, entraña un lastre agónico. Pararlo todo debería servir para reconducir la cuestión. Si es que vale la pena.

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